(G.
Munckel Alfaro)
El sonido del despertador
se instala en su cabeza bajo la forma de un par de orejas. Se incorpora sobre
la cama y se frota el rostro con ambas manos, dibujando en el acto un par de
ojeras. Se deja llevar por un bostezo que le va formando una boca llena de
aliento matutino y, ya bostezado, se levanta de la cama para caminar ciego y
dando tumbos hasta el cuarto de baño. Se lava bien la cara, removiendo un poco
las ojeras y haciendo espacio para ese par de ojos que le son tan necesarios.
Parpadea un poco y se dirige a la cocina a buscar esa taza de café cuyo aroma
le perforará con delicia las fosas nasales y la nariz que tanta falta le
hacían. Ya con el rostro del día bien dibujado, busca el sombrero que le
proporcionará el cabello y el peinado de siempre. Sólo entonces sale a la
ciudad, dispuesto a que la rutina le borre de a poco esa cara de lunes que tan
mal le sienta.