jueves, 13 de octubre de 2011

Micaela no puede Respirar

(Sarahi Cardona)


La falta de aire y la sensación de ahogo fue lo que la despertó. Automáticamente, miró a su alrededor y se encontró debajo de los brazos de quien supuso sería el chico que le trajo una margarita mandarina a su mesa luego de muchas miradas. Al margen de toda averiguación, le interesaba resolver el motivo por el que despertó: necesitaba limpiarse la nariz. Intentó zafarse de los brazos que la aprisionaban, pero fue imposible. Trató de desenredarse de la sábana, pero tampoco parecía viable. Pensó que sólo necesitaba una mano que se acerque a su nariz y estaría libre de la molestia. Entonces se dio cuenta que si movía cualquiera de ellas golpearía a su acompañante y este notaría que ella tenía nariz tapada por la mucosidad, por tanto no era buena idea. Mientras, sentía que los mocos en cualquier momento escurrían por sus fosas nasales. Empezó a desesperarse, tal vez un dedo, sólo uno, pero esta idea la llevó a dase cuenta de un problema mayor, con qué limpiarse. Por supuesto, la sábana la haría quedar como una reverenda cochina; debajo del barandal de la cama tampoco pues qué tal si el galán lo descubría. Tampoco sabía si tenía aún alguna prenda en su cuerpo y menos el paradero de las demás, no podía agacharse a buscarlas en el suelo pues la gravedad se encargaría inevitablemente de descargar el molesto fluido. Conflictuada, se apenó más al descubrir que tampoco podía mover la cabeza. Entonces se le ocurrió la solución más incomoda pero posible: despertar a su compañero y pedirle un pañuelo. Pero para esta solución se le hizo también tarde, pues ni bien abriera la boca o hiciera algún movimiento, el chorreado sería inevitable. Ya no podía pensar en nada más que en todo lo que contenía su mucosa, no recordaba la última vez que se la evacuó. Seguramente, tenía dentro todo el smog de los autos, el cigarrillo de la fiesta y su perfume, que a estas alturas le parecía espantoso. En fin, no había solución. Por tanto, contuvo la respiración como cuando hacía rabietas de niña; la diferencia es que ahora estaba decidida, además su problema sería la solución: taponeada como estaba, no tardaría en faltarle el oxígeno y dar fin a su tormento.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Noctámbula

(Leslie Loayza)


¿Podrás trabajar bajo presión?, me dijeron.

Incluso ahora, en estas horas de insomnio, aquellas palabras retumban en mis oídos y me es difícil evitar lanzar un suspiro de alivio al aire fresco que cala mi cuerpo, ¡cómo no sonreír ante tal oración!, que no es más que la respuesta que anduve buscando por más de un mes para curar mi mal y acallar las voces susurrantes nocturnas.

Hasta entonces sólo una cosa lograba comprar mi sueño y, por supuesto, en medio de mis divaganzas y deseos crecientes hasta el punto de ser incontrolables, me levanté de una cama desordenada (obra de intentos fallidos de lograr encontrar la posición correcta y así evitar recurrir a mi droga). Caminé descalza y sigilosa con rumbo a la cocina, procurando no chocar con algún mueble. Abrí la puerta gélida e instantáneamente la luz me cegó. Entorpecida y desesperada tomé a tientas y con los ojos entre abiertos el recipiente, cuya salvación divina se hallaba en su contenido. Aquella dulce ambrosía nacarada que sin escrúpulos bebí por unos segundos, buscando saciar mis ansias desenfrenadas. Una vez en calma y con el cuello mojado, sin dejar de consumir aquel líquido de densidad exacta, reduje el chorro que vertí en un principio a mis adentros a una tira frágil, procurando no derramar gota alguna, abrí aún más la boca y mi lengua se encargó de las escurridizas filtraciones en las comisuras de mis labios. En su recorrido que deleitaba mi ser a medida que este se internaba y deslizaba por cada recodo de mi tracto digestivo, pensaba que incluso la idea de la sensación helada en mi boca me hacía babear.

Así fui consumiendo la dotación entera que el recipiente contenía, sin tomarme un tiempo para respirar, para limpiar alrededor de mi boca, incluso sin dar importancia al frío que sentía mi cuerpo (especialmente mi cuello y el área mojada de mi pecho), a pesar de sentir los pies entumecidos, no le di tregua a mi alimento predilecto. Mi cuerpo comenzó a temblar, tomar un litro no era cosa de un minuto, y mucho menos dedicándole a cada trago su debida cata. Así es, tomar leche no es un simple acto alimenticio. Tiene su ciencia.

Consiste en atacar a la presa por sorpresa, sobresaltarla, rebalsarla e incluso (en situaciones lamentables) derramarla. Se prosigue con cautela, consumiéndola con respeto, evitando las filtraciones, adorando cada gota y saboreando su peculiaridad; claro está que hay momentos que no puedes evitar tomarla sin pausa, como es el caso que usualmente se da de noche, sin embargo en otros momentos te puedes dar el gusto de tomarte tu tiempo. Pasa que hay noches de desvelo que no se curan y el anhelo de encontrarse en los lugares diseñados por el inconsciente nos lleva a cometer actos atroces. Pero como se trata de una cantidad razonable, una vez que vas por la mitad puedes tomarte tu tiempo, incluso de noche, entonces viertes el chorro delgado entrecortado con el fin de tomar sin pausa pero degustando cada trago; usando los sentidos, sentir su olor, deleitar el gusto y cada papila, y hacerlo repetidas veces: chorro, degustación, chorro. Una vez se sienta el peso del recipiente más liviano, uno se debe preparar para lo inevitable, pero no es tan triste como parece, porque si tienes espacio como para otros tragos más, adelante.

En mi caso, para cuando iba por el último trago, cerré mi boca y dejé que mi lengua haga su labor limpiando los restos alrededor de mis labios y me sentí satisfecha. Me fui a mi cuarto y sentí la presencia de alguien justo detrás mío, pero ya me hallaba muy cansada como para confirmar mis sospechas, entonces me recosté y como por arte de magia ya me hallaba anestesiada y feliz.

Al día siguiente desperté con un dejo del sabor lactosado, lo cual me extrañó pues tenía la certeza de haber sustituido la cura a mi trastorno, ergo no recordaba haber tomado leche como era usual, entonces deduje, después de una charla con mi hermana, y confirmé que un trastorno más se añadía a mi lista.

martes, 11 de octubre de 2011

La Cucharilla de Azúcar

(G. Munckel Alfaro)


Poco a poco, el líquido negro subió desde la cañería hasta girar lentamente en el lavaplatos, mientras unos trozos de cristal tintineaban y temblaban, recogiendo el líquido caliente y encerrándolo en el interior de una taza hasta llenarla, taza que, inmediatamente, voló por la cocina hasta engancharse entre los dedos estirados de un hombre que, con la taza en mano, hizo un mueca, asqueado, y absorbió el líquido negro como por arte de magia para luego dejarlo nuevamente en la taza que se llevó a la boca antes de depositarla con firme suavidad sobre el mesón de la cocina, donde la taza podría descansar tranquilamente sobre el mármol, mientras una cucharilla se acercaba a ella para extraer una, dos, tres, dosis de azúcar que, ya secas, viajaban hasta un azucarero vacío.

El hombre levantó el teléfono de la mesa y, tras una larga conversación, marcó un número que luego revisó en una agenda hasta asegurarse de que era el número correcto, así la agenda podría volver a la cima del refrigerador y cubrirse con una ligera capa de polvo para dormir en paz mientras el hombre acercaba una cucharilla ligeramente húmeda a la taza de café y, una vez más, extraía una, dos, tres cucharillas de azúcar para depositarlas en el azucarero, llenándolo un poco más.

El líquido, ahora más caliente pero menos dulce, humeaba dentro de la taza mientras esperaba al hombre que subía las escaleras para deshacerse a toda prisa de la incómoda ropa de día y la cambiaba por un cómodo pijama a rayas con el que indudablemente podría disfrutar mejor de su taza de café, que seguramente humearía mientras el hombre entraba al cuarto de baño antes de bajar a buscar la humeante taza y extraer una, dos, tres cucharillas de azúcar que fueron a parar al azucarero cada vez más lleno.

Luego de abrir y cerrar la puerta del refrigerador, prefiriendo albergar la duda de si hallaría comida en su interior antes que saciar su cada vez menos hambriento estómago, se acercó a la taza que humeaba impaciente sobre el mesón y, para aplacar la impaciencia de la taza, metió en ella la cucharilla y extrajo una, dos, tres cucharillas de azúcar, que luego depositó en el azucarero, llenándolo hasta la mitad.

Como probablemente ahora el café estaría listo, se llevó la taza a la boca y, tras hacer una mueca de completo desagrado, confirmó que había extraído todo el azúcar, pero ya que el hombre tenía la certeza de que sin azúcar no puede tomarse café soluble, metió la cucharilla en la taza y removió el líquido amargo, recolectando rápidamente el café en polvo que, una vez en la cucharilla, salió de la taza para volver al recipiente de café instantáneo tapa roja, que a su vez volvió a su lugar en la alacena, seguido del azucarero lleno hasta la mitad y ahora el hombre podría sentirse en libertad de guardar hasta la última gota de agua caliente en el termo y, una vez seca, guardar la taza en su lugar.

Seguramente el hombre se extrañaría al mirar por la ventana y quedar momentáneamente cegado por la luz mientras se descubría los ojos y se alejaba de la cocina retrocediendo espantado a medida que recuperaba la vista, porque ya eran las ocho de la mañana, hora en que tenía que subir hasta su habitación a oprimir el botón que haría sonar el despertador para que, arrullado por el estridente chirrido, diera vueltas en la cama hasta quedar profundamente dormido.

lunes, 10 de octubre de 2011

Destello

(Sergio Tavel)


“Muy bien, un intento más”, pensó con determinación. Se llevó el cigarrillo a los labios y accionó el encendedor. Las chispas saltaron y la llama se extinguió rápidamente. Maldijo. Ya iba bastante tiempo intentándolo y el mal humor que sentía no lo ayudaba en lo más mínimo. Lo sacudió un poco creyendo que de esa manera el gas se revolvería por el interior y funcionaría.

“De acuerdo, prende de una maldita vez”, lo accionó nuevamente y la llama surgió brillante y cálida. “¡Al fin!”, pensó con alegría, lo encendió, y justo cuando se dispuso a inhalar el humo se dio cuenta de que lo había encendido al revés. En un ataque de rabia se lo arrancó de los labios y lo arrojó al suelo. La noche era fría y un leve vaho húmedo, producto de la llovizna que hubo hace un par de horas, inundaba el aire. La avenida estaba casi desierta y los autos transitaban veloces dejando destellos de luz en sus ojos al pasar.

Sin rendirse, metió una mano al bolsillo interior de la chaqueta y sacó la cajetilla. “Sólo me queda uno”, se dijo cuando vio dentro de ella. Dio un vistazo a ambos lados de la acera: era larga, repleta de casas viejas y terrenos baldíos; pero ninguna tienda. “Muy bien, intentémoslo una vez más”. Sacó el cigarrillo con presteza, lo colocó en los labios, y accionó el encendedor. La llama brilló de forma intermitente y bailaba mientras el viento la agitaba. Sin perder tiempo la llevó hasta el extremo del cigarrillo y cuando estuvo a punto de encenderlo, una ráfaga de viento la apagó. Sin poder creerlo, lanzó una maldición y apretó los puños. El cigarrillo se resbaló de sus labios, cayó al suelo y rebotó hacia el asfalto.

Apretando los dientes, se dirigió hacia el y se agachó para recogerlo. Se lo puso en los labios y activó el encendedor. La llama le alumbró el rostro mientras la alejaba del cigarrillo ya encendido. Sonrió. “¡Ya era hora!”, pensó con júbilo. Inhaló con fuerzas y exhaló el humo con un largo suspiro al tiempo que giraba la cabeza y un repentino destello lo iluminaba. Oyó un estruendo y lo último que vio, al tiempo que ahogaba un gemido, fue el parachoques del auto que embestía hacia él a toda velocidad.

lunes, 3 de octubre de 2011

Última Danza

(Yvonne Rojas Cáceres)


Estaba agotado, la densa bruma nublaba su vista y las pesadas y frías gotas de lluvia paralizaban sus extremidades impidiéndole continuar su viaje. Agitado pero ávido, por alguna extraña razón que le incitaba a seguir, recorrió unos metros más en la oscuridad por demás espesa de esa noche ausente de luna, hasta que logró divisar a lo lejos la saliente del chapitel principal de aquél antiguo castillo.

Se sorprendió, pues nunca se había aventurado tan lejos, hasta el límite del bosque donde el cielo se atreve a romper la tierra y se dibuja como un abismo por debajo de la montaña quebrada.

Sucumbió en un tembloroso suspiro, cerca de una saliente de piedra que servía de pedestal a una gárgola de ojos duros y malditos, con alas agrietadas, que escupía agua rancia por su boca. Se dispuso en un pequeño recoveco de la roca partida por la historia y miró la lluvia por un momento sin tiempo, hasta que la luna se atrevió a salir por el respiro de cielo prieto que dejaban las nubes recargadas y furiosas, dibujando la estructura de la enorme fortaleza que emergía en medio de los abedules transpirados de tormenta.

Al centro del jardín principal, descuidadamente hermosa, se alzaba una fuente coronada por un hada esculpida en granito, sobre un pilar rústicamente tallado que se asentaba en medio de una alberca circular llena de agua, donde las gotas se estrellaban recreando un baile de estrellas plateadas que desaparecían al nacer; esa sensación de fragilidad con la que las gotas de agua se estrellaban para morir después de un extendido vuelo de miles de metros por el aire, llenaba de nostalgia su corazón de aventurero, de animal solitario, sin lugar de dónde partir, ni a dónde llegar; sin espera ni despedida.

Una añoranza casi humana invadía su espíritu condenado por el mito y la poesía maldita y oscura a la que había sido orillado sin razón. Soñó despierto con una cómplice, mientras arrojaba la humedad de su endeble estructura, no la quería delicada sino más bien osada, no la deseaba complaciente, al contrario la imaginaba arrogante e impetuosa. Pero pronto la fantasía se vio disipada por la brisa helada que penetraba lento como avisando que la tormenta lo dejaría solo también esa noche.

Con el soplo gélido que se escurría por las grietas de la roca que le servía de guarida, penetró la sombra de algo irreconocible a su básica razón, una presencia extraña que merodeaba por los alrededores. Pudo sentirla, casi olerla; pero el olfato no era uno de sus dones. Movió las pupilas de sus ojos redondos y encarnados tratando de reconocer al intruso que se apoderaba de su tranquilidad. Era una mancha enorme y amorfa que se ondulaba afuera por entre los arbustos. Sintió cómo el miedo trepaba por su esqueleto hasta chocar en la base de su cabeza, que comenzó a vibrar y moverse descontroladamente. Pero algo en ese miedo propio de su instinto era diferente esta vez; será por el aroma que se confundía con el viento, ese olor tenía algo que paralizaba sus reacciones más básicas, impidiéndole alzarse y escapar, cuando su naturaleza animal se lo exigía.

Nuevamente todo se tranquilizó. Todo volvió a ser como lo conocía siempre. La tormenta azotaba las ramas de los árboles, la lluvia hacía su música en contacto con las rocas y los adoquines del patio. Pensó que la sombra pudo haberse proyectado desde alguna rama caída, pero ese aroma no se había desvanecido. Por alguna razón, esa noche todo parecía más misterioso que de costumbre. Por alguna razón, alimentaba pensamientos propios de cualquier otro ser que no era de su especie. Por alguna extraña razón, sentía nostalgia, aunque cabalmente no lo comprendía. La luna, la lluvia, la fotografía movediza del bosque al fondo, el patio de ese enrome caserón, la fuente y las gotas suicidas danzarinas, fabricaban una función hecha para él. Insignificante como se pensaba, imaginó que toda esa magia estaba creada por alguna razón, como el preámbulo de algo mágico. Así que se dejó llevar por esas sensaciones inexplicables. Se quedó quieto observando, embelesado, el espectáculo que la noche parecía regalarle en medio de su soledad.

Allí, en ese espectáculo que le había abstraído el pensamiento, la vio por primera vez. Su silueta magnífica delineada contra el fondo verde de los arbustos que rodeaban la fuente. Se movía sigilosa entre la cortina de agua. Resplandecía plateada por la luna, en movimientos exageradamente seductores. Sus ojos amarillos resaltaban como dos llamas en su fino rostro y sus pasos acompasados y elegantes aplastaban los charcos de agua alrededor de la fuente. Arrogante, impetuosa como la había soñado, parecía deleitarse con cada gota de agua que golpeaba su cuerpo, estremeciéndola.

En el fondo de su escondite, él la miraba alucinado, su cuerpo se había paralizado y sólo las pupilas de sus ojos seguían los movimientos de esa criatura perfecta, como hipnotizados por su encanto, creyendo que su sueño se estaba haciendo realidad. Ella lo observó sin hacer gesto alguno de sorpresa al descubrirlo.

Caminó lentamente hacia él, emitiendo un sonido largo y agudo que se confundió con un relámpago en el horizonte iluminando el encuentro. De repente, se detuvo en medio de la plataforma de piedra comprimida y empapada del patio, a pocos metros de él. Lo suficientemente cerca como para que la fría brisa arrastrara hacia esa alada criatura el aroma de felina ansiosa que desprendía ese hermoso ser.

Absorto, alucinado por la imagen de ese sueño justo frente a él se despojó de su instinto de protección, dio unos saltos hacia afuera de su guarida, como atraído por el magnetismo insoportable de esa hembra. Al fondo la tormenta, el posible dios imaginado y piadoso trataba de ahuyentarlo, de salvarlo, arrojando truenos en el cielo encapotado de la noche. Era imposible, estaba poseído por el resplandor de los ojos de la felina. De repente, rompiendo la cortina de agua, en un salto certero, la gata se abalanzó hacia el cuervo que, embrujado por su artificio salvaje, sólo la miró volar a su encuentro, como en su sueño humano.

Le clavó los colmillos en el cuello, mientras lo envolvía hundiéndole las garras en esas alas ya rotas.

En frenéticos movimientos, los dos giraron hacia el centro del patio. Él lloraba sacudiendo sus alas en una última danza de amor, abrazándola y dejándose morir, como queriendo confundir el ébano de sus plumas de enamorado con el pelaje gris brillante de esa maldita hembra.

Bajo la tormenta que iba debilitándose poco a poco, se podía escuchar el maullido jubiloso de la gata rebotando en las paredes de aquel viejo castillo.