martes, 8 de noviembre de 2011

El Retrato

(Sergio Tavel)


Lo supo en cuanto la vio. Su belleza era única: su largo y ondulado cabello castaño caía por su espalda como una cascada, su nariz respingada y perfectamente formada, aquellos ojos verdes avellanados, los labios rosados que se curvaban en una sonrisa marcando una par de hoyuelos en sus mejillas y aquella figura alta y esbelta. La muchacha era perfecta y se sentía embriagado por ella. No podía dejar de contemplarla a pesar de sentirse cansado por el viaje. Había sido largo y penoso, pero eso carecía de importancia. Allí estaba él, en la habitación que le habían asignado, observando aquel cuadro que colgaba de la pared levemente iluminado por la luz de las velas. Era de la altura de un hombre adulto. ¿Quién fue el artista? No lo sabía. No había ninguna firma o placa con algún nombre reclamando la autoría. Sólo estaba el retrato de aquella hermosa muchacha al fondo de la habitación, bañado por una luz débil y parpadeante que lo invitaba a acercarse. Así lo hizo. Cogió una lámpara de su mesa de noche y se levantó. Con pasos lentos se aproximó y alzó la lámpara por encima de la cabeza para iluminarlo. La luz resplandeció en toda su superficie. Contuvo la respiración y ahogó un gritó, retrocedió hasta tropezar con un taburete y cayó al suelo. Allí, en frente de él, donde minutos antes habían dos ojos verdes y brillantes, había un par de cuencas oscuras; los tiernos labios se desvanecieron para dar paso a una sonrisa desdentada; la piel tersa era en realidad un retazo destrozado de piel y sangre seca que colgaba de unos huesos grises y la cubría una mortaja amarillenta y apolillada. La muchacha del retrato estaba muerta.