(Sergio Tavel)
Cuentan que, hace muchos años, cuando el otoño se acercaba, el mundo comenzaba a deteriorase y las hojas de los árboles se teñían de aquél color ámbar. El sol brillaba rojo en el cielo, como una gran antorcha, cuyo calor disminuía con el pasar de los días. Los atardeceres y las nubes brillaban con aquel tono naranja, impregnando los corazones de los hombres con tristeza y nostalgia. Aquella brisa cálida y el soplido del viento lloraban al pasar entre árboles, ríos y montañas. Algunos dicen que, cuando se ocultaba el sol en las tardes de otoño, si se ponía la atención adecuada, se podían oír los lamentos de aquellos que abandonaron este mundo; se los podía escuchar en el llanto de las aves, en su vuelo y en el viento que acariciaba sus alas. Era el único momento en el nos uníamos con lo hay más allá. Por eso la tristeza prevalecía a la hora del crepúsculo. Y el llanto de las aves, precedía al invierno.
Cuentan que, hace muchos años, cuando el otoño se acercaba, el mundo comenzaba a deteriorase y las hojas de los árboles se teñían de aquél color ámbar. El sol brillaba rojo en el cielo, como una gran antorcha, cuyo calor disminuía con el pasar de los días. Los atardeceres y las nubes brillaban con aquel tono naranja, impregnando los corazones de los hombres con tristeza y nostalgia. Aquella brisa cálida y el soplido del viento lloraban al pasar entre árboles, ríos y montañas. Algunos dicen que, cuando se ocultaba el sol en las tardes de otoño, si se ponía la atención adecuada, se podían oír los lamentos de aquellos que abandonaron este mundo; se los podía escuchar en el llanto de las aves, en su vuelo y en el viento que acariciaba sus alas. Era el único momento en el nos uníamos con lo hay más allá. Por eso la tristeza prevalecía a la hora del crepúsculo. Y el llanto de las aves, precedía al invierno.
Es por eso que, cierto
día, una muchacha se dedicó a rastrear a todas las aves del mundo. Con una
simple brújula y un mapa de cuero envejecido, recorrió montañas, ríos y
praderas; danzando y cantando. Agitando su cabellera rubia y sus ojos verdes
brillando en la oscuridad. Las aves, al oírla, se unieron a ese ritmo, rieron y,
a su vez, cantaron. Dejaron de llorar y lamentarse. Desde ese momento,
ignoraron al otoño y a la inminente llamada del invierno. El atardecer llegó y,
por vez primera, el mundo no se sumió en tristeza. Nadie escuchó llantos, ni
fue atormentado por el recuerdo de aquellos que abandonaron la vida. Las
personas rieron y bailaron. El otoño era verde y el invierno no llegó.
De
eso ya pasó mucho tiempo, tanto que no hay nadie vivo que lo pueda atestiguar.
Pero, si le preguntas a alguien, te dirá lo mismo: El atardecer en otoño no
trae tristeza, la nostalgia ya fue olvidada y el invierno se aleja, porque en
algún lugar del mundo, en alguna montaña, o en algún lago, hay una muchacha que
continúa bailando, impidiendo que las aves derramen sus lágrimas sobre el
viento.