(G.
Munckel Alfaro)
Debía ser domingo. Hace
mucho que los calendarios habían enmudecido, pero podía sentirlo: debía ser
domingo. Hacía frío, así que debía ser temprano y seguramente estaba oscuro,
pero no encendió la lámpara. Se levantó y, tanteando la pared más por rutina
que por necesidad, encontró el bastón y el sombrero. Arrastró sus pasos hasta
la cocina y, maquinalmente, preparó el café. Se sentó a la mesa, se puso un
cigarrillo en los labios e hizo chispa con el encendedor. Nada. Frío. Se
levantó a buscar la cajita de fósforos y volvió a la mesa. Cada tantos
segundos, golpeaba la ceniza del cigarrillo, sorbía café y contaba de nuevo.
Ceniza, golpe, café, sorbo, segundos. Cuando terminó, se levantó para lavar la
taza. Volvió a sentarse y sólo deseó que fuera más tarde, que ya no hiciera
frío, que pudiera sentarse afuera para esperar, que ya no fuera domingo.