lunes, 1 de octubre de 2012

Ojos que no ven, corazón que se sienta


(G. Munckel Alfaro)

Debía ser domingo. Hace mucho que los calendarios habían enmudecido, pero podía sentirlo: debía ser domingo. Hacía frío, así que debía ser temprano y seguramente estaba oscuro, pero no encendió la lámpara. Se levantó y, tanteando la pared más por rutina que por necesidad, encontró el bastón y el sombrero. Arrastró sus pasos hasta la cocina y, maquinalmente, preparó el café. Se sentó a la mesa, se puso un cigarrillo en los labios e hizo chispa con el encendedor. Nada. Frío. Se levantó a buscar la cajita de fósforos y volvió a la mesa. Cada tantos segundos, golpeaba la ceniza del cigarrillo, sorbía café y contaba de nuevo. Ceniza, golpe, café, sorbo, segundos. Cuando terminó, se levantó para lavar la taza. Volvió a sentarse y sólo deseó que fuera más tarde, que ya no hiciera frío, que pudiera sentarse afuera para esperar, que ya no fuera domingo.