lunes, 20 de diciembre de 2010

V

(Ariel Yañes)


Dorado, desde el reflejo

En el breve instante en que parpadean los faroles

Andar vivaz en primavera

Minutos, horas y la distancia insoportable

Divagando en la penumbra

Crece a cada paso para recorrer tus curvas secretas,

Tersada piel de tu albo cuerpo,

Como el no permanecer ni eterno.

Camino

Porque la lluvia siempre fue tu transeúnte

Ambarinos ojos de mirada dulce.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Los Amantes

(Roberto Fernández Terán)


Majestuosas y terrenas se levantan desafiantes

combadas figuras de hembra enardecida,

volcánicas y ávidas pasiones

buscan las aguas amantísimas

del mar embravecido.


Oceánico deslizarse sobre la superficie ondulada de la tierra

atenazándola, cubriéndola

con caricias sentidas de amante ejercitado,

sucumbiendo ella, desfalleciente, a sus requiebros.


Se miran insaciables

ansiosa ella, por beber más de él

ávido él, de adentrarse más en ella

mientras avanzan en nocturna bruma,

hasta encontrarse, los dos, en pleamar tensada.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Monotonía

(Yvonne Rojas Cáceres)


Lejos, el aire respirable

Aquí el oxígeno que no se absorbe

Lejos los pies, caminando por una vereda

Con el sol del atardecer penetrante

Brisa sutil, imperfecta para el calor

Monotonía de lugares secos

Sombras se dibujan lentamente en el pavimento

Ambiguas figuras atraviesan las pupilas

Nada anda entre los sujetos

jueves, 16 de diciembre de 2010

Te Repites en todas tus Variaciones

(G. Munckel Alfaro)


porque te deseo en cada uno de tus cuerpos

te busco en más reflejos de tu espejo

para devorar tu hambre en la mía

te encuentro en estas casas para irse

para mirarte en las horas sin tiempo

te guardo una vida en silencio

para disfrutar del nombre de tu nombre

te pienso sonriendo en mi nostalgia

para verte partir como siempre

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Circe

(Sarahi Cardona)


Adivina pero espera

Bruja

Dueña de la forma


Trampa de fantasmas

Sola

Enloquece pero calla


Desesperada y olvidada

Hechicera

Diosa de una fantasía

sábado, 20 de noviembre de 2010

Mito de Dolor y el Espejo de la Bella

(Yvonne Rojas Cáceres)


La historia cuenta que, al ser criatura que provoca la tristeza en los mortales, dolor es lo único que podía sentir y que un día, de aquellos en que la bruma descendía más espesa por entre los muros de su limbo y hacía que su pena se hiciera inmensamente profunda, se dispuso a volar por los límites de su mundo y el gran reino de los dioses insensibles. Entre ambos parajes mágicos se extendía un cristal enrome como hielo, que permitía a Dolor mirar el paisaje para atenuar su locura, pero exacerbar su lástima.

Por un instinto propio de la magia que le gusta confundir y descontrolar el curso de los eventos, se decidió a volar en el límite del bosque de la ilusión. Se paseaba desatento como siempre por los parajes de ese bosque, hasta que una lástima infinita con patas de ciempiés, se apoderó de su piel azul como los mares de la imaginación más cruel. La tragedia juguetona comenzó a cosquillear en su estómago de goma remojada en la fuente de los llantos, provocando que las mariposas de la nostalgia aletearan en sus sienes de madera remojada en las lagunas de la angustia, y sus manos de pasto rociado con lluvia de amaneceres de un día de muerte trágica comenzaron a temblar.

Y lloró, con los ojos de melancolía que su padre le había regalado en la noche que fue creado de la bruma espesa del sufrimiento. Su dolor se expandió por todo el límite del techo-suelo de cristal que dividía los dos mundos, encontrando una rendija entre las raíces de una rosa amarga que crecía en el bosque, muy cerca de donde una diosa bella descansaba su indiferencia, recostada en el pasto verde de la desidia.

Su cara preciosa con los labios perfectamente dibujados con la punta de un rubí, resaltaban en el rostro blanco y sus facciones más que perfectas se dejaban acariciar por la brisa de esa noche alunada con destellos de plata que chorreaban de los musgos penetrados en los árboles de jazmín florecido.

Pero había algo en ese rostro incompleto, propio de los dioses insensibles, sus ojos carecían de pupilas, pues al no tener el don de sentir, su mirada no podía percibir la emoción. Ningún sentimiento era capaz de flanquear su perfección, ninguna pasión había invadido nunca en la eternidad de su existencia mágica, ni el corazón vacío y limpio en el pecho hermoso de aquella diosa.

Hermosa criatura de porte mágico y deslumbrante, con vestidos claros y piel de terciopelo blanco como la nieve. Su belleza inalcanzable y radiante, hacía que cualquier dios cayera rendido a sus pies como cualquier mortal, y Dolor la percibió blanqueando su cabeza de tormentas de desamor.

Pero como la congoja de ese momento era tan inmensa y su llanto nublaba su visión perfecta, quedó obsesionado de pena por la diosa. Tanta fue su pena, tanto fue el dolor y la angustia que sintió en todas sus extremidades de criatura mágica y sensible, que tuvo que recostarse en las rocas del desasosiego para calmar su llanto.

Confundido por tan angustiosa humedad, no supo distinguir el amor del tomento propio de su condición, así que decidió hacer una ofrenda a la diosa de la que emanaba una pena infinita.

Loco por el torbellino de emociones destructivas y tristes, Dolor tomó el espejo contenedor de los sentimientos y, abriendo una grieta en el cristal que dividía los dos mundos, lo dejó apostado bajo el árbol de jazmines donde la diosa bella reposaba en las tardes eternas de lluvia.

–Mi diosa insensible, amarás –dijo– mi diosa perfecta, tu piel será carne de las emociones más placenteras para que tus pupilas germinen con el brillo de la dulce nostalgia y así, un día me verás para sentir lo que yo siento.

Pero Dolor no se imaginaba que acompañado de cualquier sentir sublime, caería una maldición sobre ella. Y así fue, ella sintió, se enamoró del creador de su propia transformación. La angustia, la pena, el desdén y la nostalgia se apoderaron de su imagen y, al ver cómo sus facciones cobraban sentido, su piel se arrugaba y su corazón se llenaba de cicatrices.

Destruyó el espejo y voló expulsada de su mundo. Ahora vaga por la tierra queriendo encontrar un portal hacia el mundo de Dolor. Como aire frío penetra en las pupilas de los vivos, robándose un único instante en que su amor se pueda consumar.

Se dice que las pupilas de los que sufren son bellas y lastimeras, porque el dolor y la belleza se están amando con una mirada.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Sobre la Contemplación Constante de Ventanas

(G. Munckel Alfaro)


Recuerdo el día en que, por primera vez, noté que las ventanas tenían un poderoso efecto sobre ti: eras capaz de pararte frente a una de ellas y contemplarla durante largas horas, con la mirada perdida de tal manera que no se sabía con certeza si veías a través de ella o si sólo observabas el cristal enmarcado.

Las primeras veces que te atrapé en ese estado de profunda contemplación, me creía capaz de sentarme a mirarte hasta que te apartaras de la ventana; pero, con el tiempo, sentí que no era capaz de dedicar tantas horas a observar tu inescrutable inmovilidad, por eso los intervalos en que te abandonaba se hacían cada vez más largos.

No sé cuánto tiempo pasó antes de notar realmente que sólo te dedicabas a la contemplación de ventanas en momentos precisos: días en que las nubes del cielo impregnaban de gris a las calles de la ciudad, días en que la lluvia se empecinara en durar más de lo acostumbrado y en ocasionales amaneceres descoloridos. Entonces pensaba que eran aquellos días grises los que pintaban esa impresionante melancolía en tu semblante; pero, con el tiempo, comprendí que buscabas refugiarte en la quietud de las ventanas sólo cuando la melancolía se apoderaba de tu alma. Es que se me hacía más fácil creer que eran aquellos días detrás del cristal los que cambiaban tu estado de ánimo.

En realidad, no había nada verdaderamente extraño en tu inusual hábito; pero lo que me llamaba la atención era la paz que irradiaba tu sonrisa cuando te alejabas de la ventana. Siempre fuiste una persona melancólica, comprendías perfectamente la diferencia entre depresión y melancolía, pero ésta solía pesarte. Es por eso que me sorprendía ver que, tras desprenderte de la ventana, no quedaba rastro de melancolía en tu rostro.

Sólo pude entender qué era lo que te sucedía cuando, por casualidad, encontré tu antiguo cuaderno de notas. El pequeño cuaderno forrado en cuero que siempre llevabas a todas partes y que, de un momento a otro, dejaste olvidado bajo una mesa.

“Todo está lleno de pequeñas deidades”, era la primera frase de tu antiguo cuaderno. Y todas las páginas siguientes estaban plagadas de las descripciones de estas pequeñas deidades. Algunas de ellas eran lejanas e insignificantes, otras eran ubicuas e incomprensibles; aunque también las había cercanas y poderosas. Pero sólo a una de ellas le dedicaste varias páginas. No podría decirse que fuera la deidad más importante ni la más poderosa; pero sí era la más cercana y más útil para ti.

Comenzó a obsesionarte. Le atribuías la posible solución de aquel secreto que te inquietaba. Tus notas comenzaron a hacerse cada vez más personales y a girar en torno a esta curiosa deidad, a la que decidiste rendir culto. Explicabas que el único acto visible de esta deidad entre los mortales, era hacer que quienes estuvieran cargados de melancolía, dedicaran gran parte de sus vidas a contemplar constantemente las ventanas.

Según tus notas, esta deidad sólo se dejaba ver por ciertas personas, marcadas por el brillo de la melancolía eterna en los ojos. Sólo se acercaba a ellas cuando los días se pintaban grises, usando las ventanas como portales, para pactar con ellas. Su oferta, a primera vista, parecía irresistible. Ofrecía aliviar cualquier mal que aquejara a sus adeptos a cambio de su único alimento: melancolía.

Al leer tu cuaderno, podía ver claramente que tenías la intención de realizar el misterioso pacto sobre el que escribiste. La razón de tu silenciosa contemplación estaba plasmada en aquellas confusas páginas: sólo al contemplar las ventanas podrías vaciar la melancolía de tu alma y hallar tranquilidad.

Y ahora, al acercarme a la ventana de tu habitación, recuerdo el día en que, por primera vez, leí las últimas palabras escritas en tu olvidado cuaderno, palabras que quizás nunca termine de entender, “una ventana para saciar la melancolía”.

jueves, 18 de noviembre de 2010

El Dios de las Cosas que No Fueron

(Sarahi Cardona)


Encendió doce velas. Formó un triángulo en el suelo. Se echó desnuda en el centro. Él la escuchó. Le mostró lo que hubiera sido y se llevó a cambio su alma.

Ella quería saber porqué las cosas no son de otra manera, qué pasaría si nuestras decisiones fueran otras. Se arrepentía de su pasado y quería que fuera diferente. Él admitió que siempre está presente en las decisiones de cada ser humano, son su alimento. Mas si se toma un camino, él es el encargado de eliminar las demás posibilidades.

Debieron crearlo cuando se entregó el libre albedrio, para que las decisiones no escogidas dejen de flotar e interfieran a las demás. Da el equilibrio a lo que es, desapareciendo lo que no es. Muy raras veces se equivoca. Nunca permite volver atrás.

martes, 16 de noviembre de 2010

Miríada

(Roberto Fernández Terán)


Rayos lunados traspasan la oscuridad y se reflejan en el gran espejo de la cómoda biselada. Al centro, encima de una mesita circular, pequeñas torres de libros apilados se yerguen desafiantes con sus sombras proyectándose por toda la habitación. Partes de un título de letras doradas, apenas legibles, rompen la mudez circunspecta del ambiente: “ Memoria …. Grito … Nombre … Cuatro Vientos”.

Un poco más allá, una silla desvencijada de madera color barniz leonado se apoya en una pared empapelada con imágenes de vides, flores exóticas y temibles animales salvajes africanos. A su lado, un escritorio empotrado con su pequeña repisa de venesta fina en la que descansa una radio grabadora negra.

En medio de ese paisaje, te miro desde lo alto. Tú duermes en un camastro de antiguos barrotes de metal. Escucho tu respiración agitada. Tu rostro volteado hacia el cielo raso me recuerda a alguien, pero no sé a quién. Me muevo sin tocar el piso, quiero verte mejor. Me desplazo silenciosamente por el aire, de un lado de la habitación al otro.

Entonces siento que pasas cerca mío, como una brisa, rozándome apenas, y te fijas en el espejo de la gran cómoda. Al tornar la mirada hacia donde tú estás, comprendo que la imagen que se ve en el espejo es la de una figura adolescente y mayor en una sola.

Me doy cuenta que somos cuatro los que nos encontramos en ese pequeño cuarto apenas iluminado por la luz. Súbitamente, te mueves hacia el costado izquierdo de la cama y abres ligeramente los ojos, recién comprendo que el que observa y el que duerme son la misma persona. ¡Soy yo mismo en los dos!

Luego, con un movimiento casi imperceptible, los dos rostros del espejo adquieren vida propia por separado. Uno de ellos, al clavar sus ojos en mí, hace una mueca diabólica que me sobrecoge de terror y, el que lo acompaña levanta las manos y me mira dulcemente a la manera de un ícono cristiano. Me cuesta comprender, pero es cierto: los tres somos uno — soy yo.

La tensión en el espejo es tan grande que cae estrepitosamente al suelo, fragmentándose en millones de cristales astillados. Apenas puedo respirar y no puedo moverme de mi sitio etéreo. Haciendo un movimiento violento, la figura de la mueca diabólica prosigue con la tarea de destrozar aún más los pedacitos de vidrio, mientras la figura icónica intenta recomponerlas como cuando era el espejo originalmente.

Finalmente, al claror de los haces luminosos lunados, comprendemos todos que somos uno en medio del continuum fluir de nuestra existencia, de mi existencia.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Jamás Revelada

(Yvonne Rojas Cáceres)


Tengo recuerdos me dice mientras hojea ese álbum de fotografías antiguas, detenido en su regazo, balanceando la silla mecedora que la sostiene, al compás del péndulo de aquel enorme reloj en esa casa tan vieja como sus pupilas–. Pero mis recuerdos no son míos continua–, porque, en realidad, siento que nada de lo que recuerdo haya sido vivido por mí, es como si algo los hubiera puesto en mi mente a la fuerza, esa no es mi vida. Siento que yo era feliz, doctor, y cuando recuerdo, sólo siento angustia, pena, una pena infinita.

Pero no es posible porque, si son esos sucesos los que están en su memoria, es porque los ha vivido usted, entonces me atrevo a preguntarle ¿cómo es posible que usted no los sienta suyos? ¿O es que no se ve en ellos? ¿Ve a alguien más? ¿Alguien que no es usted?

Sí y no me responde, señalando con su dedo una fotografía gastadafíjese. ¿Ve a esta muchacha? Mi abuela me dice, “ésta eres tú, junto a tu madre, cuando tenías doce años; estabas con la boina que ella te compró justo antes de irse de viaje, ella te quería mucho, tanto que podría dar la vida por ti”.

Y mientras me habla de esos recuerdos que no son suyos, las fotografías del álbum parecen contarme otra historia. Una mujer relativamente joven sosteniendo a un bebé, sin dejar de mirarlo, haciendo que sus brazos formen una cueva cálida con su pecho vivo como pared de fondo.

Una niña abstraída en el rostro de su madre, las dos juntas, entrelazadas, inseparables, iguales, posando para la eternidad. Frente a un lago, al pie de una escalera, mirando el horizonte; siempre tomadas de la mano, capturadas por un lente frío que logró proyectar su complicidad en cada detalle de sus poses y sus caras allí, en esas fotos, inmóviles pero vivas.

Y yo recuerdo a una mujer despidiéndose en el andén de una estación, el sonido de la locomotora que me vuelve loca replica sujetándose la cabeza con las dos manos–. Pero no se despide de mí; se despide de alguien más, alguien que está muy triste, que de alguna forma presiente eso que va a suceder. La mujer, la mujer sí se me hace familiar; pero yo no soy esa niña.

En los ojos de esa mujer, en cada fotografía, se percibe la angustia de una lenta espera, como si se sintiera incapaz de algo ante aquel pedazo de sí misma que la acompaña. Observo con más detalle la fotografía que ella me señala. Una mujer y una niña, de doce años aproximadamente, con una boina en la cabeza. Los ojos de ambas contienen unas pupilas viejas como la fotografía que las capturó. Están mirando al mismo punto en un horizonte y, a la vez, me observan; pero la imagen de la mujer parece traslúcida: un azul opaco delinea el contorno de su cara. Al fondo, las rieles del tren y, más allá, un horizonte nublado, como amenazante.

¿Y qué sucede que va a suceder? ¿Usted lo sabe? le pregunto.

Sí, pero no puedo decirle a la niña, a la niña de la fotografía, no puedo decirle porque no me escucha responde, desesperándose.

Pero esa niña es usted. Mire, es usted le digo.

No doctor, no soy yo –replica ella–. Esa niña está triste, esa niña sufre porque no verá más a su madre. Yo no recuerdo a mi madre doctor, no la recuerdo.

Trato de calmarla mientras sujeto su brazo para acercarla nuevamente a la realidad.

Es lógico, tuvo un trauma después del accidente de sus padres, es lógico que algunos hechos se hayan borrado por el dolor, por el impacto. Por eso tratamos de ayudarle para que pueda recordar y continuar con su vida sin atormentase.

Usted no me entiende doctor me dice con los ojos estallando lágrimas–. Yo no sé qué me pasó, pero alguien borró mis recuerdos, mi vida, y me puso esta memoria en la cabeza. Verá, yo no siento pena ni dolor por la muerte de esa pareja, no eran mi familia; yo ya no sé quién soy, pero no soy esta niña, no sé qué hago aquí. Además, no estoy atormentada me replica, con una mueca burlona. Se levanta de la silla, casi evitándome.

Lo único que me atormenta es que yo pude ver el accidente, sabía que eso iba a pasar; pero no pude decirle a la niña, no pude evitar que sus padres subieran al tren porque gritaba y les suplicaba que no se despidieran. Pero no me escuchaban. Además, hay un nombre, doctor, hay un nombre que se repite como un eco en mi cabeza: Helena. Eso es todo.

Por supuesto su madre se llamaba Helena, es lógico le digo. Me mira intrigada.

¿Mi madre? ¿La mujer que murió?

Su madre, hace cinco años atrás, en el accidente. Justo después de haberse tomado esta fotografía.

Y esta fotografía ¿dónde estaba? me pregunta.

Usted la sujetaba en sus manos cuando llegó aquí, a la casa de su abuela. No quiso soltarla durante mucho tiempo. Fue usted quien la puso en este álbum le recuerdo–. La amnesia es producto de su trauma.

Ella camina hacia la ventana, sin escucharme. Mira el infinito por unos minutos donde el silencio se traba y sólo se escucha el viejo reloj.

Entiendo que ya no es posible avanzar en la terapia y levanto con desgano mi maletín mientras miro de reojo la fotografía en el álbum, que ha quedado abandonado en la silla mecedora. Ella no se inmuta por mis movimientos, sigue mirando a la nada fuera de la ventana. “Está tan perturbada”, pienso mientras camino hacia la puerta.

Bueno, señorita, mañana continuaremos. Descanse un poco. Avisaré a su abuela para que pueda entrar le digo, contagiado de una angustia feroz que invade toda la habitación. Ella no se despide.

De regreso a mi consultorio, encuentro un sobre en el escritorio: son las últimas pruebas de mi indagación que el instinto me llevó a realizar. Tardaron mucho, pero la tecnología de ahora hace posible estas maravillas. Pudieron salvar los negativos de una vieja cámara fotográfica, semi destruida en el accidente, muy cerca del cuerpo de Helena, la madre de mi paciente. Abro el sobre con cuidado y miro los negativos borrosos de las fotografías tomadas.

Para mi sorpresa, encuentro la imagen, esa misma imagen, jamás revelada, de una niña de doce años con una boina en la cabeza. Los ojos contienen unas pupilas viejas como el celuloide que las capturó. La imagen de Helena ya no está; en su lugar, un halo rodea a la figura de la muchacha y se extiende en su costado izquierdo, dibujando una silueta que parece sostenerla.

Las palabras me retumban en la cabeza “te quería tanto como para dar la vida por ti, o tomar tu lugar, o capturarla para la muerte si presintiera un futuro de sufrimiento”.

martes, 9 de noviembre de 2010

Transformaciones Cotidianas

(Paola Rodríguez Angulo)


De pronto, sin ningún aviso, sin dolor, ni si quiera un cosquilleo, su pie había desaparecido (o por lo menos el pie que conocía). En lugar del zapato de charol recién lustrado con el que se había subido a ese 3V, tenía un impúdico pie semidesnudo, apenas envuelto con las dos delgadas tiras de goma de una chancleta; tenía las uñas largas y pelo en las falanges.

Estaba seguro de que ese era su nuevo pie, pues pensaba en mover el dedo gordo y éste bailaba libremente al ritmo de la canción que tenía en la cabeza.

Lo observó con detenimiento: no le gustaban sus nuevas uñas, estaban, además de largas, desiguales, parecía que su dueño original trató de cortárselas con los dientes y no con un cortaúñas. En fin. “No todo es perfecto” pensó él.

Un frenazo en seco hizo que se golpeara la cabeza con la mujer que estaba justo delante de él. Bajaba uno, subían seis, cada vez más apretados; en algunos asientos entraban hasta tres personas y el pasillo se sentía cada vez más angosto.

El aliento oscuro de un individuo, demasiado alto para el bus, le rozaba la nuca causándole un cosquilleo constante. Él aguantaba la risa todo lo que podía hasta que una, sólo una, carcajada sonora salió desde su estómago. La gente que estaba a centímetros de él interrumpió su tímida charla a murmullos.

La carcajada lo distrajo. Sin darse cuenta, su mano dejó de ser la que conocía. Su nueva adquisición estaba repleta de bijoutería dorada y unas muy cuidadas largas uñas color carmesí. Pensó que contrastaban con las del pie.

Otra parada. Nadie bajó, sólo subieron. Más ajustados si eso es posible. Él sentía que esa regla de la física que dice que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio, ya se había roto dentro de ese bus. Preocupado, temió que se rompan más leyes físicas y que todos empiecen a flotar. El chofer bailaba en el volante al ritmo de la música que chillaba su pequeña radio y, con él, todos los pasajeros que iban intercambiando extremidades, torsos, cabezas, pestañas, cejas, orejas y algún lunar.

Se agachó para ver por la ventanilla. Tardó mucho para encontrar un claro entre la ventana y sus ojos. Cuando lo logró, alcanzó a ver la sucursal de un banco de la avenida Libertador. Faltaban sólo cuadras para llegar a su destino. Rápidamente, empezó la pesada labor de buscar sus miembros repartidos: se agachó y, tres metros más adelante, vio el distintivo zapato de charol bajo un bonito vestido de flores. Trató de estirarse para alcanzarlo. También le preocupaba la mano, aunque el pie era más importante, pues ese era su par de zapatos domingueros.

Se movía a la velocidad que el tumulto de la gente se lo permitía, cuidando de no perder ni uno más de sus miembros. Los estudiantes, con sus enormes mochilas cargadas de pesado conocimiento, ni se inmutaban ante sus ya desesperados intentos de avanzar. Tuvo suerte, en el camino encontró su mano que estaba en la muñeca de un anciano sentado del lado del pasillo.

Bajó tranquilo, creyendo ilusamente que había recuperado todas sus partes originales. Se fue caminando despreocupado y pensando en el cuento de Cortázar sobre un diario y sus excitantes metamorfosis, mientras una hermosa pluma de pavo real colgaba de su femenina oreja izquierda.

lunes, 8 de noviembre de 2010

La Ventana Inconclusa

(G. Munckel Alfaro)


Ante un cielo poblado por numerosas y opacas nubes, se alzaba aquella casa vieja que atacaba a mi nostalgia desde ángulos extraños; digo extraños porque nunca antes había llegado a este extremo de la ciudad. Una ligera obsesión me impulsó a acercarme a ella; algo en ella me reclamaba, me pedía en un susurro que la acaricie con el lente de mi cámara. Yo colecciono ventanas.

Desde mi sitio observaba el muro lateral de la casa, decorado con una simple pero curiosa ventana. Ojival y con un marco de madera (quizás coloreado por la humedad y los años), con vidrios entre empañados y sucios (que servían de lienzo al dibujo amorfo que realizó en ellos el descuido) y –esto era lo más curioso– con la parte inferior cubierta por una mancha blanca que se asemejaba a una pincelada y no permitía observar plenamente a la ventana. Daba la impresión de estar ante un cuadro pintado a medias.

Saqué la cámara de mi morral, que llevo sin falta a todos mis largos paseos por la periferia, y apunté en dirección a la casa, procurando enfocar bien la ventana. Era necesario acercarse un poco más para capturar todos sus detalles. Apunté una vez más y, para mi sorpresa, la ventana se veía ligeramente más pequeña, distante. Luego de permanecer con el ceño fruncido en señal de extrañeza durante unos largos segundos, me froté los ojos, di unos pasos más al frente y volví a apuntar. La ventana se había achicado, de nuevo.

Medité brevemente sobre este peculiar suceso y retrocedí. Quise poner a prueba a esa menguante ventana, así que tomé la cámara nuevamente y, tras comprobar que la casa se había acercado, no pude hacer más que pasarme una mano por el cabello, aún más extrañado. Había algo que me deleitaba en aquella ironía.

Me acerqué y alejé de la casa varias veces, jugando con la distancia (siempre distinta), observándola con y sin la cámara. Como era de esperar, la casa no se movía: permanecía en un estado de rigidez total y, a la vez, burlesca, ya que su aparente movimiento sólo podía percibirse mediante la cámara. La casa parecía resistirse a ser fotografiada; la notaba cobarde, testaruda. Esto, por supuesto, despertaba en mí un calor intenso, un hambre voraz, un deseo irreprimible de apropiarme de su ventana, de hacerla parte de mi colección.

Le hablé tiernamente. Primero en susurros y, después, en esa silenciosa y melancólica lengua que dominan todas las ventanas. Intenté seducirla, sedarla, todo esto con la dulzura y el calor de una caricia ambarina de otoño (ese galán que conquista a las ventanas con su lenta danza de hojas amarillentas). Nada. La ventana siempre imponía su terca distancia.

Me senté en el suelo y contemplé durante algunos minutos aquella misteriosa casa. Mi anhelo crecía en la medida en que el sol amenazaba con ponerse, no me quedaba mucho tiempo. Me paré, decidido, apunté directo al corazón de la ventana, le hablé una última vez en su frío idioma y disparé.

No es fácil coleccionar ventanas. Suelen protegerse con barreras: algunas veces tan sencillas como la hierba que las enmarca con imposibles filigranas y otras veces con manchas o borrones que pretenden esconderlas tras curiosos eclipses; pero esas barreras, al contrario de lo que pretenden, sólo embellecen la captura.

Ya es tarde y la luz va disminuyendo. Pienso, mientras camino, en este extraño suceso: nunca antes había encontrado una barrera como ésta, un mágico juego con el espacio que proponía distancias inexistentes. Sonrío pensando en mi nueva adquisición y, tras mirar atrás, notando la pared ahora desnuda, le hago una promesa al muro: volveré mañana y sembraré una fotografía a sus pies para que, en unos años, vuelva a crecer una ventana tan bella como la que le robé.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Para una Imaginación

(Sarahi Cardona)


Una vez, conocí a una imaginación. No era extraordinaria, era más bien normal, aunque estaba un tanto confusa y se la veía estropeada. Estaba en un café, jugando con un limón y una vela, muy entretenida sacando el jugo del cebo. Cuando le pregunté qué hacía tan sola, me contó que quien la había imaginado, era un tipo inseguro, indeciso que prefirió que fuera ella quien lo encontrara. Ella lo buscó por mucho tiempo hasta que él la olvidó y ella se quedó perdida.

viernes, 5 de noviembre de 2010

La Cajita

(Sarahi Cardona)


Se vistió. Se sentó. Encendió un cigarrillo. Él llegó, apagó el cigarrillo, la levantó, la desnudó y la guardó en una cajita.

jueves, 4 de noviembre de 2010

IV

(Ariel Yañes)


Tal vez mañana llegues desde la distancia.

Entre luces y sombras dibujaremos

Cuando te esfumes y deje de pensar

Y quizás, sólo quizás, existas en esta ciudad.

¿Y si caminamos? ¿O lo imaginamos?

Las luces encuadradas en el marco,

Crece la distancia cuando pintamos fuego en el horizonte.

Y te espero y no existes.

Por la ausencia del frío en la piel,

El eco de mis pasos resuena en los tuyos.

No hay más

De once veces que despertaron las horas.

Tal vez llegues desde mañana para existir en esta distancia.

jueves, 28 de octubre de 2010

Intruso Nocturno

(Paola Rodríguez Angulo)


Su labio superior, separado por milímetros del inferior, formaba un arco por donde suavemente manaba un aire tibio y acompasado. Dormía profundamente. A su derecha, un espacio vacío acusaba la ausencia de su compañero.

Eran las tres, hora perfecta. Él, desde la calle, calculó el recorrido y el trabajo que necesitaría para entrar sigilosamente en la casa, era un experto en eso y sabía que cada esfuerzo valdría la pena.

Utilizó la ventana del baño, pensó que era la mejor manera para no despertar a los niños que dormían en las habitaciones del pasillo.

Con paso inaudible, acolchado, entró en la habitación. Sus profundos ojos verdes barrieron el cuarto y se detuvieron en ella, que estaba tendida con un libro enredado entre los dedos relajados y la boca semiabierta como una puerta a su alma.

Se acercó sin prisa, pues sabía que tenía todo el tiempo y que el dueño del espacio vacío no llegaría esa noche ni la siguiente.

La observaba: sus hombros desnudos, la redondez de sus senos libres bajo la liviana camiseta, su fuerte cintura y sus caderas de madre.

Con su arrogancia característica, tomó posesión de la cama, como si fuera suya. Ágilmente y sin despertarla, llegó a su lado.

Ella sintió la humedad semejante a la de una boca que rozó uno de sus hombros, una descarga eléctrica la despertó. Casi sobresaltada, lo vio. Rápidamente, una sonrisa iluminó su rostro y, entre caricias, le preguntó dónde había estado, acusando su lánguido abandono. Por única respuesta él la miró ferozmente, exigiendo más de ella.

Las caricias aumentaron su ritmo, las ansias cada vez mas fuertes hacían que sus uñas se clavaran al compás de su respiración, un leve sonido, constante, casi un ronroneo, llenó la habitación.

Los cuerpos se frotaron, se acariciaron y se mordieron; así durmieron, en la misma cama, hechos un ovillo; gato y mujer.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Delirio de Ciudad Nocturna

(Yvonne Rojas Cáceres)


Un trecho de la lluvia te cae enardecido llamándome, como resbalando por tu cristal mi lubricidad extendida, en ese sitio cuadrado que dejan tus edificios resueltamente apostados frente a mí –cual estatuas trémulas de fogosidad dormida–, como si a todo trance buscaran que mis despojos levitaran estremecidos hacia tu montaña, tu ocaso y tu esquina.

Ahogado en tu espejismo de urbe descolorida, presiento un turbio apetito en tus desagües. ¡Deléitame y te refugio en mi espacio baldío! me susurra tu hastío de transitada vía.

Y sin más, me destilo por el húmedo hueco de tu ventana estrecha, sudando en tus charcos, transpirando mis deseos en los tuyos.

¿Eres tú? pregunto; ciudad ¡me has poseído! Responde mi eco, antes de desaparecer el pudor que me queda, tras el umbral de tus puertas de noche perdida. Y me reduzco a tus peticiones mojando el sueño en tus avenidas, en tus fuentes donde me imagino en escasez, donde me imagino desnudo.

Impugno con tembloroso alarido interno, abandonado en tu rincón eterno y bello: ¡Mi deseo!; te suplico desde mi piel ruborizada y lacerada por tu excitada lujuria ¡Muta en piel! ¡Transfórmate en criatura!

Porque yo no consigo materializarme más que en prisa de transeúnte, más que en euforia de viento azotando tus tendederos; y termino por susurrarte con mi tacto en tus grietas profundas, esto que siento en cada punta de mis extremos intensos, en cada margen de tus adentros de cloaca y albañal.

Me dejo llevar por mi reflejo que ansía un roce. ¡Dame una caricia de tus espejos en mi soledad adormecida! Te toco y, al hacerlo, te destrozo en mil pedazos que se esparcen casi tocando la pasión de florecerte aquí, por tus vidrieras, en este preciso instante, en tu cueva escondida, en tu plaza desierta donde te hallo dormida. Sólo el silencio me responde, cuando camino tus calles ondulantes como un cuerpo caliente, entre tus vidrios rotos, entre mil pedazos de noche y miles de despedidas.

Si contara las veces que arrancaste de mí lo que querías, sabrías que las gotas de lluvia no bastarían para cada apetito cumplido. Me contraigo por esta codicia fresca de existirte cual náufrago de tu agua embadurnada, densamente líquida, con aroma de embriaguez, cuando reposo en tu costa oscurecida. Allí te imagino, a cinco cuadras de tus grietas de cemento en que percibo tu vientre que me sujeta, vértice perfecto, imán fértil de impuras pretensiones, ciudad malditamente seductora, ciudad caliente y a la vez fría.

Sólo me queda imaginar tu figura, materializada en tus criaturas, tersa, tibia, suave, enroscada, impía. Me queda beberte de a sorbos disfrutados en el agua de estampida, para caer en tu seducción como las gotas de lluvia, como un suicida. Dibujando efigies deformes en tus tabiques, alrededor de tus senos de concreto eterno, en el abdomen perfectamente plano de tus autopistas, en el contorno de tus piernas de puente, encogidas; por cada resquicio de tu recato de tuberías, fluyendo en tus océanos de mujer perdida, en tus habitaciones construidas para verme, por tus orificios de curiosa y libidinosa entrometida.

Tu piel húmeda brilla golpeada por la luz amarilla de faroles que rodean tu trono de diosa: el que te has construido esta tarde de mi vida, en la inmensa bañera de mis tiempos y el chorrear de tu río contagiado.

No puedo más del deseo y, sin embargo, estoy aquí sentado, inmutable, inconmovible. Mirando cómo se humedece tu gris preciso, tu pequeño patio de verde abundante, espeso y aterciopelado.

Enclaustrado de esta parte en con-dominio, te imagino conmigo adormilada, entregada a mí, azul, translucida; ruidosa pero quieta, como si mis brazos te arrullaran suave y mi avidez te penetrara lento, en el rojo de tus sirenas.

Ciudad, que sirves de tránsito a extraños habitantes, nadie se te apostó aquí, imagino alevoso, nadie percibió tu olor que fluye y que condena mi lujuria, ni reclinó su espalda en tus postes de metal caliente. Tu casi fascinante fotografía en media avenida, nadie más que yo la concibió, en tu vértice y tus contornos, en tu lozanía.

Y por allá me lleva, el viento que te visita y, al volar tus senderos, me rozas con tus hojas secas y en cada roce me extravío en éxtasis sin nombre, más que el de calles vacías y empapadas. Me penetras como yo lo he hecho en el delirio, por cada rincón de tu humedad y la mía, con los olores de mundo que despiden tus aberturas, tus huecos mundanos, tus dumas adoloridas.

Gritamos los dos en el silencio eterno de tus noches inmensas y frenéticas, de balaustradas embebidas. Nos abrazamos, sujetando nuestros sudores por tus canaletas, salpicando gotas de nuestro secreto de tránsito congestionado. Para luego caer en el placebo de ilusiones perseguidas y desmoronarnos en cada roce de nuestras puntas infinitas.

La luz de tus faros y de tus caminantes, pasean desatentos entre tu sexo y el mío: cóncavo, convexo y luego se mueven, como arbustos en tus zonas pobladas; hondo, elevado y luego se unen, en la encrucijada de tus veredas deshabitadas.

Estremecidos por el frío que despedimos en cada jadeo de terrosa tormenta, los nadie nos sienten aunque no pueden vernos. En todas las miradas perpetuas de estatua, perciben nuestras pupilas encontradas, en todas las caricias de atardecer caliente de fin de semana, sienten nuestros tactos atinados.

Ambos rostros, –el tuyo, en la placa de tus paredes gastadas, el mío, en tus vidrieras que refractan mi pasión delirante– se desfiguran en tiempos y encuentros mutuos de extraños encantados y desaparecen con la mueca burlona de un vino en tus aceras, chorreando de la copa por tu cuerpo y mi boca.

Te pueblan todos, ciudad maldita, pero yo te poseo, maldita y seductora, con cada paso de mis pies descalzos aprisionando tu cuerpo serpenteado de asfalto. Bajo mi cintura te hallo, encima de tu pubis me descubres; confinados los dos como alucinados, nos refugiamos encarcelando pasiones en la fricción de tus roces, en cada rincón de tus pasajes escondidos y de tus callejones salpicados.

Puedo sentirte vibrar, estremecerte cual delirio inaudito, imaginado; recogido con tus piedras y tus protuberancias en cada golpe de mi cuerpo alzado por tus espacios infinitos y conectados. A mí, simple mortal entre tus muros, que en mi vergüenza te ando y en mi borrachera te capturo proyectado; raspando de acera y de calle, de taberna y de lluvia, todos mis lugares y mis escondites, todo mi deseo y mi soledad completa y complacida.

Me acostaré en tu lecho de pasto, seco tibio y cansado; me observaré en tu cielo arriba y abajo, agitado; beberé de cada luz tuya que parpadea en el deseo. Porque me tienes contraído entre tus ladrillos, extasiado y solo; sintiendo el tacto áspero de tus hendiduras y tu frenesí transformado en brisa nocturna.

Me dejarás beber la última copa enrojecida, recostado en tu baldosa, respirando tu arena fina. Me prenderás un cigarrillo con tu brisa de alba mientras chorrean licores, como de tu himen escurría esa sangre pausada en este encuentro de tenue llovizna. Ciudad renovadamente virgen, convertida en pasión, penetrada en mí.

Acariciarás mi espalda y mi cara fría, para luego despedirte con el amanecer del día.