viernes, 19 de noviembre de 2010

Sobre la Contemplación Constante de Ventanas

(G. Munckel Alfaro)


Recuerdo el día en que, por primera vez, noté que las ventanas tenían un poderoso efecto sobre ti: eras capaz de pararte frente a una de ellas y contemplarla durante largas horas, con la mirada perdida de tal manera que no se sabía con certeza si veías a través de ella o si sólo observabas el cristal enmarcado.

Las primeras veces que te atrapé en ese estado de profunda contemplación, me creía capaz de sentarme a mirarte hasta que te apartaras de la ventana; pero, con el tiempo, sentí que no era capaz de dedicar tantas horas a observar tu inescrutable inmovilidad, por eso los intervalos en que te abandonaba se hacían cada vez más largos.

No sé cuánto tiempo pasó antes de notar realmente que sólo te dedicabas a la contemplación de ventanas en momentos precisos: días en que las nubes del cielo impregnaban de gris a las calles de la ciudad, días en que la lluvia se empecinara en durar más de lo acostumbrado y en ocasionales amaneceres descoloridos. Entonces pensaba que eran aquellos días grises los que pintaban esa impresionante melancolía en tu semblante; pero, con el tiempo, comprendí que buscabas refugiarte en la quietud de las ventanas sólo cuando la melancolía se apoderaba de tu alma. Es que se me hacía más fácil creer que eran aquellos días detrás del cristal los que cambiaban tu estado de ánimo.

En realidad, no había nada verdaderamente extraño en tu inusual hábito; pero lo que me llamaba la atención era la paz que irradiaba tu sonrisa cuando te alejabas de la ventana. Siempre fuiste una persona melancólica, comprendías perfectamente la diferencia entre depresión y melancolía, pero ésta solía pesarte. Es por eso que me sorprendía ver que, tras desprenderte de la ventana, no quedaba rastro de melancolía en tu rostro.

Sólo pude entender qué era lo que te sucedía cuando, por casualidad, encontré tu antiguo cuaderno de notas. El pequeño cuaderno forrado en cuero que siempre llevabas a todas partes y que, de un momento a otro, dejaste olvidado bajo una mesa.

“Todo está lleno de pequeñas deidades”, era la primera frase de tu antiguo cuaderno. Y todas las páginas siguientes estaban plagadas de las descripciones de estas pequeñas deidades. Algunas de ellas eran lejanas e insignificantes, otras eran ubicuas e incomprensibles; aunque también las había cercanas y poderosas. Pero sólo a una de ellas le dedicaste varias páginas. No podría decirse que fuera la deidad más importante ni la más poderosa; pero sí era la más cercana y más útil para ti.

Comenzó a obsesionarte. Le atribuías la posible solución de aquel secreto que te inquietaba. Tus notas comenzaron a hacerse cada vez más personales y a girar en torno a esta curiosa deidad, a la que decidiste rendir culto. Explicabas que el único acto visible de esta deidad entre los mortales, era hacer que quienes estuvieran cargados de melancolía, dedicaran gran parte de sus vidas a contemplar constantemente las ventanas.

Según tus notas, esta deidad sólo se dejaba ver por ciertas personas, marcadas por el brillo de la melancolía eterna en los ojos. Sólo se acercaba a ellas cuando los días se pintaban grises, usando las ventanas como portales, para pactar con ellas. Su oferta, a primera vista, parecía irresistible. Ofrecía aliviar cualquier mal que aquejara a sus adeptos a cambio de su único alimento: melancolía.

Al leer tu cuaderno, podía ver claramente que tenías la intención de realizar el misterioso pacto sobre el que escribiste. La razón de tu silenciosa contemplación estaba plasmada en aquellas confusas páginas: sólo al contemplar las ventanas podrías vaciar la melancolía de tu alma y hallar tranquilidad.

Y ahora, al acercarme a la ventana de tu habitación, recuerdo el día en que, por primera vez, leí las últimas palabras escritas en tu olvidado cuaderno, palabras que quizás nunca termine de entender, “una ventana para saciar la melancolía”.