lunes, 14 de febrero de 2011

Clío

(Roberto Fernández Terán)


El enemigo ha ocupado todos los campos cercanos a las murallas de la ciudad y ha cortado nuestras fuentes de abastecimiento. El puerto se halla bloqueado por los navíos invasores. El momento del desenlace final se acerca. Hace varios días, en el corazón de la urbe donde palpita el fuego, hemos hecho el juramento que hacen todos los guerreros con honor. Nada ha sido dejado al descuido, ahora todo está sujeto al capricho divino. Oscurece, escucho la voz de alarma del centinela; el enemigo no puede ocultar el ruido descomunal que produce su gigantesca maniobra que incluye a miles de infantes, arqueros, caballería y sus poderosos arietes sobre ruedas.

Hemos acabado de purificarnos con agua y aceite, y ofrecido, quién sabe si por última vez, sacrificios a los dioses de la ciudad. Con cuidado, me coloco la coraza de lino con láminas de metal, teso bien el cinto con la espada y acomodo el dorado yelmo sobre mi cabeza. Pienso en mi pequeña hija Clío, que está dando sus primeros pasos y no entiende lo que ahora está en juego. Las alternativas son pocas: mantener vivo el fuego de la polis o ser devorados por las sombras de la noche.

Escucho la voz de Alco, mi comandante.

—Preparaos a montar vuestros caballos; tal vez sea éste nuestro último viaje.

Y, añade luego:

—Saldremos por la puerta Areté para sorprender a los sitiadores. Una falange de infantes acompañará esta acción.

Somos una tormenta que arrasa las primeras posiciones enemigas. Mi espada se hunde en las carnes de los porteadores de avanzada. Chocamos con soldados de infantería que, aún desorganizados, ofrecen fiera resistencia. Gritos de rabia, relinchos lastimeros, crepitar de las llamas, una lanza lacera mi pierna izquierda; el casco dorado rueda sobre la tierra, los ojos se me nublan; y Clío adolescente, desde lo alto del templo de las voces, envía hilitos de fuego a los cuatro vientos para que la ciudad no muera.