miércoles, 17 de agosto de 2011

Tapia

(Yvonne Rojas Cáceres)


Miraba las rejas comprimidas en el estrecho cuadrado que expresaba su sentido de libertad en ese momento. Recostado ahí, sobre ese sucio y maloliente catre que le servía de refugio, al extremo de su celda y en el fondo más risible y vergonzoso en que la sociedad lo había colocado; oscuro como su cabellera grasienta, fétido como las coyunturas de todas sus extremidades, indigno como aquel animal descompuesto que no se mira pero que crea una figura imaginaria en el pensamiento más morboso del espíritu humano.

De cuando en cuando, mascullaba incoherencias a las que respondía sin afecto alguno desde mi lugar, sin saber si satisfacía su curiosidad cuando se trataba de una interrogante, o si lograba apaciguar sus histerias cuando gritaba y se descontrolaba escupiendo la tapia de concreto que le atajaba, salvando a los racionales seres que se hallaban del otro lado de esa pared.

Pero eso no me interesaba, de ninguna manera trataba siquiera de entender sus balbuceos. Estaba allí en su despreciable compañía porque también debía pagar mi culpa a causa de mi manera de entender la realidad, esa realidad que no se esforzó por comprenderme nunca.

Sus ojos desorbitados, me lanzaban una mirada indiferente y fugaz. Algunas veces, por la noche, lo descubrí observándome, parado al frente de mi catre cubierto con los harapos que envolvían su vil materia, desnudo por debajo de ellos, con el brazo levantado y su uña larga y torcida, amarilla y virulenta apuntando al muro oscuro con el que parecía sostener conversaciones mas excitantes que conmigo. Luego de mantenerse unos segundos auscultando mis pupilas, se volvía rengueando hacia su catre para reclinar su cuerpo contra los metales fríos del respaldo, encoger sus huesudas y sucias piernas y volver a su patética meditación mirando ese muro de piedra, asintiendo con la cabeza, con una expresión de dolor y de furia contenida sin despegar el ojo de esa pared.

Le decía “loco deja ya esa estupidez” y volvía a mi sueño volcando la cabeza hacia el otro lado. Hasta que una noche escuche su grito frio y metálico; el loco saltaba y bailaba dando vueltas en la celda, haciendo círculos en la sombra de los barrotes de la ventana proyectada por la luna en el piso, apuntando con su grasiento dedo hacia ese muro. Luego giró y giró sobre el eje de su pie hasta caer estrepitosamente contra el piso provocándose una abertura en la cabeza que, como una boca, escupía sangre a borbotones.

Se lo llevaron en una camilla, cubierto completamente con sus raidos trapos. Ya no respiraba; y yo pensé, bien, necesito algo de tranquilidad y aunque la soledad no era precisamente de mi agrado, prefería mil veces la compañía de estos muros a la de un loco como ese.

Ya habían pasado muchas lunas sin la presencia del loco, llegué a creer que al menos sus arrebatos distraían mi mente confusa, que había comenzado a magnificar el ruido que las alimañas y las ratas hacían del otro lado del muro.

Todo comenzó una noche que la luna no salió a custodiarme. Estaba muy oscuro. Sólo yo en esa celda con esas inmundas ratas que perturbaban mi sueño arañando las paredes del otro lado. El silencio provocaba que esos zarpazos se hicieran más fuertes e intensos, a tal punto que los sonidos adquirían la fonética de palabras incoherentes al principio, luego se hacían más claras, comenzaban a gritarme. Era como si las piedras del muro conversaran entre ellas insultándose, riendo a carcajadas, mirándome desde allí, comprimidas, hacinadas en la tapia.

Me observaban, escudriñaban mi persona y me describían mofándose de mi aspecto descuidado y sucio, de mí soledad. Luego empezaban a gritarme que me levante, como si estuviera poseído comenzaba a bailar alrededor de la sombra que proyectaba la ventana como alucinado, mientras las piedras del muro me cantaban obscenidades. Les gritaba que se callen, sentía que me volvía loco y no podía parar. Giré y giré sobre mi eje hasta perder el conocimiento.

Ahora estoy cubierto con mis harapos, desnudo por debajo, con mis dedos grasosos y mis piernas huesudas, de mi cabeza chorrea la sangre, aún a borbotones. Fétido como las coyunturas de todas mis extremidades, indigno como aquel animal descompuesto que no se mira pero que crea una figura imaginaria en el pensamiento más morboso del espíritu humano.

Dos guardias me conducen hacia las afueras de la cárcel como a un talego de huesos, inerte. Caminan cargándome por la calle fuera de mi celda. A lado del muro, de esa tapia maldita, la música de la taberna grita obscenidades, la gente embriagada se mofa de mi, y entre alaridos y risas descontroladas, me piden que me levante y baile.