martes, 11 de octubre de 2011

La Cucharilla de Azúcar

(G. Munckel Alfaro)


Poco a poco, el líquido negro subió desde la cañería hasta girar lentamente en el lavaplatos, mientras unos trozos de cristal tintineaban y temblaban, recogiendo el líquido caliente y encerrándolo en el interior de una taza hasta llenarla, taza que, inmediatamente, voló por la cocina hasta engancharse entre los dedos estirados de un hombre que, con la taza en mano, hizo un mueca, asqueado, y absorbió el líquido negro como por arte de magia para luego dejarlo nuevamente en la taza que se llevó a la boca antes de depositarla con firme suavidad sobre el mesón de la cocina, donde la taza podría descansar tranquilamente sobre el mármol, mientras una cucharilla se acercaba a ella para extraer una, dos, tres, dosis de azúcar que, ya secas, viajaban hasta un azucarero vacío.

El hombre levantó el teléfono de la mesa y, tras una larga conversación, marcó un número que luego revisó en una agenda hasta asegurarse de que era el número correcto, así la agenda podría volver a la cima del refrigerador y cubrirse con una ligera capa de polvo para dormir en paz mientras el hombre acercaba una cucharilla ligeramente húmeda a la taza de café y, una vez más, extraía una, dos, tres cucharillas de azúcar para depositarlas en el azucarero, llenándolo un poco más.

El líquido, ahora más caliente pero menos dulce, humeaba dentro de la taza mientras esperaba al hombre que subía las escaleras para deshacerse a toda prisa de la incómoda ropa de día y la cambiaba por un cómodo pijama a rayas con el que indudablemente podría disfrutar mejor de su taza de café, que seguramente humearía mientras el hombre entraba al cuarto de baño antes de bajar a buscar la humeante taza y extraer una, dos, tres cucharillas de azúcar que fueron a parar al azucarero cada vez más lleno.

Luego de abrir y cerrar la puerta del refrigerador, prefiriendo albergar la duda de si hallaría comida en su interior antes que saciar su cada vez menos hambriento estómago, se acercó a la taza que humeaba impaciente sobre el mesón y, para aplacar la impaciencia de la taza, metió en ella la cucharilla y extrajo una, dos, tres cucharillas de azúcar, que luego depositó en el azucarero, llenándolo hasta la mitad.

Como probablemente ahora el café estaría listo, se llevó la taza a la boca y, tras hacer una mueca de completo desagrado, confirmó que había extraído todo el azúcar, pero ya que el hombre tenía la certeza de que sin azúcar no puede tomarse café soluble, metió la cucharilla en la taza y removió el líquido amargo, recolectando rápidamente el café en polvo que, una vez en la cucharilla, salió de la taza para volver al recipiente de café instantáneo tapa roja, que a su vez volvió a su lugar en la alacena, seguido del azucarero lleno hasta la mitad y ahora el hombre podría sentirse en libertad de guardar hasta la última gota de agua caliente en el termo y, una vez seca, guardar la taza en su lugar.

Seguramente el hombre se extrañaría al mirar por la ventana y quedar momentáneamente cegado por la luz mientras se descubría los ojos y se alejaba de la cocina retrocediendo espantado a medida que recuperaba la vista, porque ya eran las ocho de la mañana, hora en que tenía que subir hasta su habitación a oprimir el botón que haría sonar el despertador para que, arrullado por el estridente chirrido, diera vueltas en la cama hasta quedar profundamente dormido.