miércoles, 28 de septiembre de 2011

El Extraño Caso de la Huérfana raptada por el Viejo Guardián del Cementerio de Criptas Azules y los Cadáveres encontrados sin los Huesos del Cráneo

(Sarahi Cardona)


Mi graduación de la facultad de derecho había sido opuesta a la excelencia académica. La razón por la que obtuve trabajo como investigador en el bufete eran los contactos ligados a mi apellido. Necesitando hacerme de un nombre propio y escalar posiciones, ni bien llegó a mí la noticia de los cadáveres encontrados sin los huesos del cráneo, me adentré en la búsqueda del culpable.

El pueblo era sombrío, daba la sensación de abandono total. Sin embargo, en el andén me esperaba el honorable funcionario público H. P.. A falta de habitaciones, me ofreció su casa y, aunque la neblina oscurecía el día, aún eran las seis de la tarde. Sin perder tiempo, le pedí que me llevara al lugar de los hechos.

Llegamos al viejo cementerio. Hacían más de cien años que el último doliente de esas tumbas estaba enterrado también en ellas. Los habitantes del pueblo lo habían preservado tal vez por añoranza de la opulencia vivida por sus antepasados en el lugar donde ahora ellos pasaban penurias. Lo habían denominado Cementerio de Criptas Azules, por estar arriba de la colina, donde la neblina lo cubría eternamente. Los cadáveres habían sido hallados en los alrededores y nadie conocía las causas ni los culpables.

El viejo guardián del cementerio era un hombre encorvado de 89 años. Circulaban todo tipo de leyendas sobre su persona. La única comprobada era que, hace tres años, había secuestrado a una doncella huérfana, de apenas doce años, con la que vivía actualmente. La muchacha era un ángel terrenal, bella y delicada como el más tierno pétalo de una flor. No demostraba signos de infelicidad, mas sus muñecas estaban llenas de llagas, como si la amarraran constantemente. En su rostro y cuello presentaba marcas de succiones.

Por supuesto, aseguraban no saber nada de los crímenes. El viejo era quien los reportaba todas las mañanas. Uno cada lunes, infaliblemente desde hace un año. Llegada la noche, ya en la casa de H.P. el insomnio no me dejaba dormir y decidí salir, volver al cementerio, buscar alguna pista. Lo que encontré es por demás horrible, recordarlo me provoca nauseas.

La angelical huérfana se encontraba maniatada en la rama del molle de la entrada principal del cementerio. Un hombre —en ese momento supuse el viejo guardián— vestido con una capa negra que le cubría el cuerpo y el rostro, le había deshecho el vestido para exponer sus pechos y la había abierto de piernas. Mi primer impulso fue acercarme a ella, salvarla; sin embargo, me di cuenta que era un ritual sexual que contaba con su aprobación. El encapuchado lamía sus pezones, mordía su rostro, pateaba su vientre. En un momento dado, se agachó, tomó un tarro que tenía en el suelo, untó sus dedos horribles, sucios, y puso la sustancia en los labios vaginales de la muchacha, luego acercó su boca y ella convirtió sus constantes gemidos emitidos hasta ahora en gritos de placer. Ya desfallecida por el orgasmo, él la desató, la volteó y la penetró por el esfínter anal.

Confundido por aquella visión, regresé a la habitación que me había sido asignada. En el camino me sentía ebrio, repelido. ¿Cómo ella lo permitía, por qué no huía? De repente, algo interrumpió mis meditaciones. El viejo volvía a su casa con un faro encendido. Entonces no era él quien estuvo hace unos minutos con la muchacha, y posiblemente el asesino era quien estuvo con la huérfana.

Efectivamente, al día siguiente no pude más con la desazón y le conté lo ocurrido tanto a H.P. como al viejo guardián. El viejo se retiró silencioso. Después de todo, él tenía sus razones sentimentales. Mientras, H.P. me llenó de preguntas sobre la figura que vi junto a la chica. Era inútil, no había visto nada más.

Era domingo, posiblemente el asesino atacaría de nuevo. Se nos ocurrió seguir a la muchacha, aunque el viejo aseguraba que nunca salía del cementerio. Resulta que sí lo hacía. A las 7 de la noche, con una olla llena de comida. Iba detrás del cementerio, a las cuevas. La bella alimentaba a una bestia. Un ser tan deforme que luego descubrimos era su hermano.

Un hermano mayor que nació defectuoso y que, mientras su madre vivió, había mantenido escondido. Ellos habían mantenido relaciones desde que ella tenía seis años, aunque antes él la penetraba con las manos. Desde que nació, al parecer ese ser mitad bestia, mitad persona, era altamente sexual. Al quedar la muchacha sola con él, se le ocurrió que sería útil esconderlo en las cavernas que quedaban arriba del antiguo cementerio. Un día, cuando se dio cuenta que la comida no alcanzaría sedujo al viejo guardián, así tendría comida y estaría cerca de su amante.

Aquella bestia era quien lamia su cuerpo la noche anterior. Y también quien cometía los crímenes. Resulta que tenía un fetiche con los cráneos de las personas: los usaba a modo de juguete, de copa para sus bebidas, de plato en sus comidas. Ella citaba a las victimas ofreciéndoles sexo; él los ataca, les sacaba el preciado hueso y los abandonaba.

Ahora que todo pasó, que tengo mi propio bufete y conozco los casos más extraños de los alrededores. Todavía no olvido la mirada de niño con la que la bestia miraba los cráneos y la lujuria para con su hermana.