miércoles, 8 de septiembre de 2010

Y dónde está

(Yvonne Rojas Cáceres)


Primero busqué en aquello que parecía obvio, como encima del velador que tenía la mancha de café amargo que derramaste aquella noche, en la gabardina negra que ocultaba la escuálida estructura del colgador que destrozaste cuando bailabas el otro día, debajo de aquel cenicero al que chamuscaste sin querer con la colilla de cigarro que arrojaste la otra tarde y también a través de ese ropero que dejaste desnudo esa mañana que nevaba.

Luego busqué en lo que creí no muy evidente pero posible, como encaramada en la memoria del sereno destruido, inyectada en el recuerdo del verdugo de la capa oscurecida, encajada en la nostalgia del fogonero ardido de pasión y también revistiendo la desnudez de aquel trapero de mí conciencia remordida de obsesión.

Por fin, supe que no debía buscar más; pues ni el sereno cuidador de mi memoria, ni el verdugo maldito de mi corazón, ni el fogonero que reposa en el recuerdo más vago de tu cara y tampoco el trapero obsesionado de tu boca, me pueden dar indicio de dónde estabas y creo que es porque no te conozco todavía.

Intitulado

(Paola Rodríguez Angulo)


Algunas personas tienen el habito de morderse las uñas, Capdevilla no. Él tenía el molesto hábito de derretírselas con un encendedor. Digo molesto porque el olor a uñas quemadas es mucho peor que el de cabello quemado, un hábito menos común en él.

Cuando Mohamed entró impetuosamente a su oficina, justamente lo encontró en eso.

–¡¿Pero qué sucede?! ¿Acaso usted no acostumbra tocar la puerta?– Rugió Capdevilla.

–Disculpe, lo que pasa es que estoy desesperado... ¿ve? Este tic en el ojo no me dejará mentir.

Efectivamente, uno de sus ojos se movía incontroladamente mientras el otro lo miraba fijamente, casi de manera suplicante.

–Bueno, está bien. Siéntese.

En la habitación, existía una sola silla: la que estaba ocupada por Capdevilla. Mohamed se acomodó como mejor pudo.

–Ahí no– Dijo Capdevilla y agregó –Mejor ahí.

–Ahora, cuénteme ¿qué es lo que le sucede?

–¿Pero qué quiere que le cuente? ¡Fue usted quien vino acá!

–Ah... cierto, cierto. Disculpe, lo que pasa es que soy psicoanalista y estoy acostumbrado a estas situaciones. Bueno, déjeme explicarle, vine aquí porque usted es el único Investigador Privado que me recomendaron.

–¿Y cuál es el problema?

–Considero que el problema es que no me hayan recomendado otros. La verdad, es que acostumbro tantear precios antes de pedir los servicios de alguien. Le confieso que ese hábito es un poco complicado con las prostitutas...

–Creo que se está yendo por las ramas. ¿Usted vino acá por algo, o sólo desea hincharme las pelotas? –dijo Capdevilla, con un leve tono de irritación.

–No, en lo absoluto y puede creerme, yo sé de hinchar pelotas. trabajé una semana como psicoanalista y verá de qué le hablo.

–Seguramente. ¿Pero qué necesita de mi? ¿Piensa decírmelo?– había un rastro de congoja en su voz.

–Ah… sí, por supuesto. Quiero que investigue a mi madre.

–¡Ahora sí! Estamos en camino. ¿Qué desea saber sobre ella?

–Creo que ella me engaña.

–¿En qué sentido?

–Creo que tiene otro.

–¿Otro?

–Otro hijo, imbécil. Toda mi vida me dijo que yo era hijo único. Pero empiezo a creer que no es así.

-¿Qué le hace pensar eso?

–Bueno, ayer me llamó por otro nombre.

Capdevilla sacó una libreta del primer cajón de su escritorio, haciendo ademán de querer empezar a tomar notas.

–Espere... ¿vio mi lapicero? Estoy seguro que estaba sobre mi escritorio.

–Disculpe, fui yo.

–¿Fue usted? ¿Cómo?

–Me lo comí.

–¡¿Cómo?!

–Lo que pasa es que, desde niño, sufro de acufagia, acompañada por el molesto síndrome de la mano extraña.

Ante la mirada extrañada de Capdevilla, Mohamed explicó que la acufagia consiste en un deseo irresistible de comerse objetos agudos; y que el síndrome de la mano extraña es un desorden mental raro, en el cual una de las manos de quien lo padece parece adquirir vida propia.

Bueno, cargue el lapicero a mi cuenta y también dos clips. Me los comí mientras buscaba su lapicero.

Está bien. Así que su madre lo llamó por otro nombre... ¿Qué más?

Nada más. ¿Qué esperaba? ¿Si su esposa lo llamara por otro nombre usted no desconfiaría?

Pero cuénteme ¿Cómo va su Edipo?

¡No intente psicoanalizarme! ¡Usted es el investigador, dedíquese a eso!

Muy bien, empezare a seguir a su madre, necesito una foto.

¿Una foto? ¿Para qué?

Lo que pasa es que, a veces, cobro en especie.

¡Nada de eso! No le pone un dedo encima a mi madre. Además, es tan fea como un riñón.

Mohamed salió furioso de la oficina. Su ojo no se había detenido ni por un instante. Diez minutos después, y mientras caminaba por la calle San Martín, se dio cuenta que alguien lo seguía. No lo reconoció porque llevaba una toga negra que le cubría la cara por completo.

Corrió a casa, inundado por la paranoia. Cuando llegó, buscó, sin éxito, a su madre. Cosa rara, pues ella era cuadripléjica. Sí, lector, Mohamed olvidó especificar este detalle tan abrumador a Capdevilla.

Mohamed quiso llamar al investigador de inmediato, aunque su mano se lo impidió por un buen momento. Tuvo que luchar con ella por mucho tiempo. Por fin, Capdevilla contestó al celular.

–Capgg… no encuentro a mi magree… me asfixiagg.

–¿Aló, Aló?

El teléfono volvió a sonar.

–Capdevilla soy yo– se escuchó una voz agitada, parecía que luchaba contra algo, quizás su mano, no lo sé, pues la imagen estaba en Capdevilla.

–¿Quién yo?

–Mohamed. Cambio de planes, ahora no necesito que siga a mi madre, sólo necesito que la encuentre.

–¿Cómo? ¿Ahora es un caso de desaparición? ¿Sabe que esto tiene otro precio, verdad?

–Lo sabía, sabía que me iba a venir con esto. Mire, no se preocupe por eso, que luego regateamos el precio. Encuentre a mi madre. Mejor, vengase ya mismo.

Mohamed colgó el teléfono, se quito la kippa y enjugó su frente. Su mano se había calmado, parecía que sólo quiso impedir que él hable con el inspector. Al notar este detalle, Mohamed comenzó a desconfiar de su mano, estaba seguro de que ésta estaba directamente relacionada con la desaparición de su madre. Y, como si la mencionada hubiese escuchado los pensamientos de Mohamed, comenzó a golpearlo. Esa tarde, Mohamed se comió seis clavos y se apuñaló con un cuchillo para untar.

En la calle, Capdevilla aún tenía el teléfono en la mano, buscaba llegar a la casa en cuestión y empezar a hacer las pesquisas. Pasó el 13.

–Mierda– pensó él. Su superstición lo iba a retrasar. Mientras esperaba otro bus al cual subirse, el investigador sintió ese cosquilleo característico de quien se siente observado. Su deducción (o su narcisismo, no estoy segura) lo hizo llegar a la conclusión de que, quien lo observaba, era una mujer alta, de piernas largas, labios rojos, cabello largo y castaño. Dedujo también que, quien lo observaba, estaba directamente relacionada con la desaparición de la madre de Mohamed. Trató de encontrarla pero ya se había esfumado.

Capdevilla se subió al 30, no tenia nada en contra de ese número. Se sentó en el penúltimo asiento vacío. Dos minutos después, se subió una pareja, quienes acordaron turnarse el asiento vacío que quedaba al lado de nuestro investigador. Primero se sentó el hombre. Quince minutos después, Capdevilla pidió permiso al muchacho, que aún estaba sentado a su lado. También le recordó ya era el turno de la señorita.

El muchacho, sin inmutarse, sacó una pequeña navaja de bolsillo y, sin decir palabra alguna, se la clavó en la pierna.

Capdevilla bajó cojeando del bus, llegó hasta la puerta de su cliente y tocó el timbre.

–Mohamed– le dijo, con una mano en la pierna, que sangraba profusamente –este caso se ha puesto demasiado peligroso. ¿Sabes que los precios suben en estas condiciones, verdad? (Sí, dejaron de ustearse).

–Capdevilla, no me jodas. Ya te dije que regatearíamos después. Con la desaparición de mi madre, no tuve tiempo de ir a preguntar precios.

Ambos empezaron la búsqueda de pistas para descubrir el paradero de la madre. Nada faltaba. Es más, sobraban un par de zapatos de charol talla 42. Mohamed pensó que eran del otro hijo que tenía su madre y trató de convencer a Capdevilla de que investigue los dos casos al precio de uno.

Buscaron bajo la cama, en el ropero y hasta en el baño de visitas. Sin resultado.

Capdevilla estaba a punto de dar el caso por irresoluto, cuando sonó el teléfono.

Era una mujer de voz sensual. Número equivocado. Capdevilla decidió rastrear la llamada, buscarla e investigarla. Uno de sus vicios más baratos era el voyerismo.

Ambos salieron de casa para buscar, con los vecinos, alguna pista sobre la madre. Y, después de preguntar a ambos vecinos, decidieron postergar la búsqueda hasta el día siguiente.

Continuaron buscando durante una semana. Recibieron cinco denuncias por acoso a mujeres, que Capdevilla creía directamente relacionadas con la desaparición de la anciana madre de Mohamed. No obtuvieron ni una pista y, agotados, dieron por finalizada la búsqueda.

Un viernes cualquiera, a las 8:30 de la mañana, Mohamed despertó y, mientras iba al baño, vio a su madre sentada en su poltrona de siempre, tejiendo el suéter que había dejado a medias mucho tiempo atrás.

–¿¡Dónde carajos estabas!?– fue lo único que apuntó a preguntar.

Y con, toda la naturalidad de un siervo que pasta en una pradera solitaria, ella le contestó:

–En ninguna parte.

Pasos

(G. Munckel Alfaro)


Al primer paso

nace obstinada una idea

que se pierde en ovillos de olvido

antes del segundo paso

y ya son casi las cinco

pero le faltan segundos

y faltan pasos

para alcanzar la esquina

y falta lumbre

para dar vida al humo que

azul

vuela lejos

y se pierde en el horizonte

cubierto por edificios

bañados en cristal opaco

y por ahí una ventana

que enmarca un rostro

que enmarca una mirada

que enmarca un brillo

que enmarca un secreto

para siempre oculto en ojillos de olvido

que ríen del tropezón

que nace de la grieta

que el tiempo deposita en la vereda

que se estira hasta la esquina

que se alza en un solitario farol

más adelante

a las cinco y doce pasos.

una Escritora y un Lector

(Sarahi Cardona)


Supongo que esto pasa porque quieres leer algo y yo quise escribir algo. Ahora lees esto y yo no sé qué más haces o dónde estás. Cuando yo lo escribí, tomé una hoja y me puse a pensar en qué escribir. Hacía frío y eso me desconcentra, tengo que frotarme las manos muy seguido. Pensé que tal vez podría hacer alguna metáfora al respecto, pero no se me ocurrió nada. No pude inventar un personaje, porque estaba en disputa con el mundo entero. Traté de acudir al terror y a la comedía; pero no se me ocurría nada. Y lo último a lo que creí que podría apelar, era a contar la razón de la crisis imaginativa que sufro porque es muy personal. Así que ambos perdimos el tiempo: tú leyendo y yo escribiendo.

Las Dos Caras de Miroslava

(Sara Améstegui Lavayén)


La taza de café sobre el tapete que está en la mesa desde las 6:45 AM sigue caliente. Esa es, definitivamente, una señal ¿verdad? Entonces si es una señal que se mantenga caliente desde las 6:45 de la mañana, tomando en cuenta que ya son las 7:00 ¿qué significa? ¿Que puedo tomarme mi tiempo porque el café se mantendrá caliente hasta que vuelva? O más bien, significa todo lo contrario ¿Debo saborearlo porque pronto se enfriará? Esta minúscula taza, acaba de arruinar mi rutina matutina. Todos los sábados por la mañana, despierto a las 6:45 AM, me sirvo un tazón de cereales mientras mi café se prepara en la máquina de expreso. Los 15 minutos exactos que necesito para que comience el reprís de Spooks en la televisión. Pero ahora, todo está alterado, hay una taza de café ya servida sobre el tapete de la mesa. ¿Qué hago?

En todo caso, ese café no me pertenece. Es de Juan, y Juan se molestará si me lo tomo. Pero se ve delicioso, espumoso, sin mencionar caliente. Un segundo. El hecho de que Juan no se lo haya tomado, es definitivamente una señal. Pero ¿qué significa entonces esa señal? Significa, notoriamente, que Juan, con su considerada forma de ser, lo preparó para mí. Entonces, analizando todas las señales. La taza de café caliente me pertenece, es el destino y solamente perdí el inicio de la serie, perfecto.

Pero hay un problema: Juan no es considerado; sino todo lo contrario. Juan es un egoísta. Si hubiera un concurso de desconsideración, él tendría el premio mundial. No exagero, en serio, Juan es un desconsiderado, egoísta, comodón. Lo comprobé un martes 24 de abril. Todos los martes, como es costumbre, lavo mi ropa; pero, ese martes, se me olvidó secarla y la dejé unas horas en la lavadora. Llega entonces Juan (el desconsiderado) y ¿qué hace? No avisa que necesita la lavadora, sino que retira toda mi ropa y la arroja al suelo. ¿Mencioné que era ropa recién lavada? Juan no pudo hacer el café pensando en mí, porque es un comodón. El café no es para mí, es el destino. Debo prepararme otro café y en otra taza. Ya son las 7:15.

El café caliente es para mí o no es para mí. Siempre tengo dos opciones. En este caso, dada la personalidad de Juan, que acabo de describir, es obvio que ese café, dentro de la dualidad en la que estoy encerrada, no es para mí. Así que debo seguir con mi rutina sabatina ¡Que ya se arruinó! Este cereal ya no sirve, está demasiado remojado, parece una pasta asquerosa de maíz. Esto es culpa de la taza de café, y la desconsideración de Juan ¡Siempre quiere sabotearme!

Un segundo. Hay otra opción. Tomando en cuenta que Juan me hizo una mala pasada el pasado 24 de abril. El café puede ser un símbolo de reconciliación: su intención silenciosa de decir “lo siento”. Esa es una señal muy factible, en realidad suena a Juan ¿Por qué tomarse la molestia de disculparse si puede hacerme una taza de café caliente, justo a las 6:45, la hora en que mi rutina matutina de los sábados comienza? Esto tiene mucho sentido. Qué considerado de su parte. Lo supe siempre. No puede ser que este chico sea totalmente egoísta. Muy en el fondo, fondo, fondo de su ser, es considerado. Ahora ¿qué hago? ¿Acepto su disculpa? Porque tomar de esa taza, significa que acepto su disculpa.

Porque si tomo de ese café tengo dos opciones: Hago como que nunca pasó nada, y comienzo a hablarle normalmente, lo que indicaría que acepté su disculpa. O le digo que mi disculpa no se compra, y que si espera mi perdón, tendrá que hacer mucho más que simplemente servirme una taza de café, un sábado en la mañana, alterando toda mi rutina vespertina. Pero eso sería desconsiderado de mi parte, no aceptar una disculpa suya. Entonces la solución es tomar la taza de café. Porque dadas las señales, esa taza me pertenece. Es, pues, el destino. Una vez que tome la taza caliente de café que está sobre la mesa y es un símbolo de reconciliación entre Juan y yo, decidiré si le menciono el hecho o hago como que no pasó nada. Sí, esa es la solución, simple y clara. La taza de café es mía, por lo tanto, debo tomarla.

¡Ah! Ahí está Juan. Se está acercando hacia mí; bueno, hacia la taza, seguro me la quiere entregar en persona ¡qué lindo de su parte! No, un segundo, la está probando, está tomando de la taza de la reconciliación ¡y ahora esta botando el café a la lavavajilla!

-¿Qué te pasa? No botes ese café, es un símbolo de nuestra reconciliación.

-Miroslava, estás chiflada, esta taza de café ya no sirve, la dejé en la mesa desde anoche.

-Pero ese café está caliente.

-¿Y de dónde sacaste eso?

¡Demonios! Juan tiene razón. Siempre la tiene. ¿De dónde saqué la conclusión de que esa taza de café estaba caliente?

Colapso

(Norah Crespo)


Me aferré a las cuevas de mi memoria

Entre formas, colores, sabores

Todos eran uno

Y todos míos

Se confunden mis horizontes


¡Luces abajo!

Llegué a la orilla


Dentro una laguna de pensamientos

Me desvanecí en el reflejo

Fue una larga noche.