martes, 19 de julio de 2011

9

(Yvonne Rojas Cáceres)


Escúchame. ¿Arrepentimiento? No. El fin siempre justifica los medios. Aunque sé que me podría excusar de esta desesperación que como telaraña se ha colado entre mis papeles de oficio y el alma. Pero no. Me dejaste hueco el pedacito de cielo que colgaba de mi ventana urbana. Ya no puedo volar. Sin epitafio, sin féretro. Sálvame, concédeme un “Descanse en paz”.

No me lo dijo el jefe, ni siquiera el bocón de Paulo. Leí la nota en el absurdo matutino de mala muerte, así lo habías planeado: “Se suceden una serie de desapariciones misteriosas en el pueblo. La policía no tiene idea”.

No vi su foto en el panel de corcho a la entrada de la oficina, nunca miro los obituarios frescos, y esta vez dolía demasiado. Yo sé mejor que nadie lo que se siente ser retratado en ese trecho de hiedra seca. Estar en trocitos y sin respirar.

Los cuerpos, esos cuerpos dejan una marca como si se hubiera pintado con un carbón el contorno de su silueta, adquieren posiciones extrañas y hasta incómodamente grotescas y, en otros casos, se presentan ciertas pistas que comprometen al eclipsado con una muerte violenta y cruel. Cercenamientos que luego se convierten en tu colección más preciada, que significan algo de vida, que destilan sangre tibia, que laten, aunque sea por unos minutos más.

Es curioso, pero no logro recordar cuándo comienza todo, quizás son años o tal vez sólo meses, el único conteo que te mantiene en pie, es el de lo que ha desaparecido. 39. Lo que sí se mantiene fresco en mi memoria es un incontenible dolor. Todas y cada una de las pistas que me acercan a cada tránsito de su cotidiano, de sus estupideces de mortales comunes y corrientes. Hasta la última. Primero, porque en este lugar todos se conocen demasiado, luego porque de una u otra manera llegué a sostener extraños encuentros con cada una de las víctimas antes de forzarlos a ser misterio, abandonando la huella de su silueta dibujada en el muro del colegio, en la fosa del cementerio, tallada en la corteza de un árbol, en las seis escalinatas de un sótano, bajo las florecitas o en la lavandería del hotel.

La más complicada fue Raquel. Esa noche, las alucinaciones me invadieron. Había imaginado el bosquejo en la cocina, marcado entre el mesón de mármol y el suelo, yaciendo jaspeado, con un granate de líneas que cubren su materia y las manchas de sangre regadas en la mesa, los utensilios, el lavaplatos y las paredes, un rastro que conduce de la puerta trasera de la cocina hacia el patio y luego se pierde justo donde comienza el pavimento de la calle y todo termina ahí. Se me moría la ilusión, se me esfumaba la voluntad y, como una droga, necesitaba más. Esa noche escogí el caserón abandonado. Te gustan las enredaderas olorosas y llenas de florecitas blancas. Una cursilería que me sentía casi obligado a cumplir. Podía hacer todo por ti, pero esas fanfarrias tuyas me incomodaban de sobremanera.

Por la cantidad de rastros carmesí que se abren como amapolas en la silueta marcada en el piso, se podían contar 23 puñaladas que atravesaron hasta la cerámica, tan duramente hechas que algunas traspasaron el azulejo. Podía sentir el quebramiento de sus huesos, el brotar de la sangre, el espasmo de su materia.

Rastros de pellejo y algunos dientes, mechones de cabello rubio y una que otra uña que anuncian un eterno forcejeo. Sin embargo, el resto de la casa, desquiciantemente ordenado, ni una pista, ni una huella. Nada. Ninguno de los vecinos, ni siquiera él mismo, que estuvo esa noche allí al frente agitando sus persianas, pudo notar disturbio alguno.

Luego, el déjà vu. Comenzó con Raquel y luego le siguieron los otros 38. Soñaba reteniendo en mis manos enfurecidas un cuchillo cebollero, encajándolo en la piel y materia flácida de aquella mujer que luchaba recostada en el suelo, luego sentía como mis manos empujaban su rostro hacia la cornisa de mosaico, propinándole golpes como a un saco de arena, los dientes volaban por el piso y eso te deleitaba asquerosamente.

Despertaba sudando y sujetaba mi rosario, imaginaba que, en tu sueño o en el mío, estaba protegido del remordimiento y la culpa. Al igual que tú. Además, los fantasmas ya no registran sensación alguna. No la conocía, pero me incitabas a hacerle daño, me contagiabas de un deseo ferviente, casi sexual, en el acto violento de matar.

Luego la desaparición, el lugar, el patrón encajaban con el sueño y me desesperaba, temía a la sospecha. Debía tomar un café bien cargado con un trago de whisky para volver a la realidad, todos me observaban sin decir nada sólo rumoreando mi comportamiento extraño de esos últimos meses, pero me sentía en mis cabales. Y debía, de alguna manera, cumplir tus patéticas peticiones.

Creo que sospechaba que algo ocurría conmigo, por supuesto no dije nada a nadie, aunque más de tres veces estuve rasguñando el muro de mi soledad para tratar de hallar un confidente. Me contuve y dejé que, como una rueda, giraran los extraños hechos que me trajeron hasta aquí. Hasta donde tú misma me orillaste.

Primero te sentí, no le di importancia. Supuse que se trataba de un trauma de niñez oculto en mi inconsciente; hasta que pude verte, rodeada de velas olorosas, con los ojos volcados hacia atrás y escupiendo flema por la boca, te veías grotescamente poseída y me hablabas balbuceando mientras tu cuerpo se sacudía con espasmos frenéticos. Te pregunté qué querías de mí y tu única respuesta era otra pregunta: ¿Dónde están? Y luego 9, 9, 9; repetías ese número hasta el cansancio; fue cuando supe que no habrían más desaparecidos. Que te habías cansado de mí, que ya no me necesitabas. Era peso muerto en tu frenética huida de la razón. Ahora vete, despierta a tu mundo perfecto.


El ruido del televisor encendido la despertó, se levantó desesperada después de la horrible pesadilla, eran las 5 de la mañana, aquella confesión que ese extraño y onírico ser le había revelado comprimió su alma en una diminuta caja de angustia que parecía colgar en el aire pendiendo de un delgado hilo que la conectaba a la realidad, quizás su aura, a miles de metros del suelo. ¿Por qué se sentía tan culpable? Sabía que los números del 1 al 9 están asociados a características específicas, que juntas abarcan toda la experiencia de la vida. Pero era la cara de la muerte, fría y azul, frente a ella.

Debía esperar que el departamento de policía abriera al público. Pero no podía quedarse un minuto más en su cocina, sentía pánico y la presencia de ese misterioso hombre de su sueño, riendo detrás de sus dientes de desfiladero, meneando el cuchillo frente a su rostro en un vaivén inaguantable de horror. Preguntándole qué deseaba más ¿otra víctima?

Salió cubriéndose el pijama con un abrigo y las botas de nieve. Hacía frío, pero ni la semi oscuridad del amanecer ni el viento que calaba los huesos eran tan terribles como quedarse ahí sola en la cocina.

—Disculpe, quiero comunicar algo importante.

—Dígame señora.

—Es sobre los desaparecidos.

—¿Tiene información?

—No, no sé, debo hablar con el oficial a cargo.

El guardia la condujo a la oficina del teniente, mientras ella discurría la forma en la que le contaría lo que había vivido durante tres semanas de pesadilla.

—Mire, yo tengo un don algo extraño, no sé si me va a creer, pero logro hacer contacto con muertos.

El teniente reclinó su cuerpo en el respaldo de su mullido sillón de cuero mientras dibujaba una expresión burlesca en su rostro.

—¿A qué se refiere?

—Tiene que hacer algo para que pueda creerme, de otra manera va a mandarme al manicomio. Por favor debe confiar en mí esta vez e ir exactamente a donde le voy a indicar, luego hablaremos.

Después de varias argumentaciones, se subieron a una patrulla y condujeron hasta las afueras del pueblo, hacia el magnífico caserón abandonado. Ingresaron al jardín trasero algo descuidado pero hermoso y siguieron una extraña pista de gotas de cebo de vela que se extendían hacia la enredadera de flores.

—Cave allí, justo en el borde de la enredadera.

El teniente siguió su orden como poseído por una curiosidad morbosa. No hubo levantado más de 10 puñados de tierra y por entre el húmedo estiércol de abono emergió un dorso blanco, luego la mano entera se dejó ver con el meñique y el anular arrancados de cuajo. El teniente se reclinó espantado cogiendo su radio mientras ella miraba el horizonte de la mañana de espaldas a la escena.

—¿Ahora si me va a escuchar? Son 9.