miércoles, 30 de noviembre de 2011

Soledad

(Yvonne Rojas Cáceres)


La luz de la luna vieja entra por la ventana y me esclaviza entre las fronteras de penumbra que dibuja. En esta habitación fría y desnuda. En este aislamiento que habitamos los dos, en un cuarto piso aprisionado del centro. En esta ciudad maldita. Porque esta pena que inventaste para deleitar tu patetismo, no me conmueve. Entonces miro todo como en una pesadilla, las calles ya no me llaman al paseo, las luces de neón que alumbraron alguna vez nuestro romance se han opacado en tu rostro, en tu voz. Mucha realidad, me digo, y te grito ¡desaparécete!

Tus heridas se adhieren a mi voz, a mi grito, y finalmente tu eco, al final del pasillo, me responde –perdóname– y no quiero perdonar. Quiero mis alas. Quiero volar. Caer, deleitarme del dolor, de ese dolor que ya no logras provocar en mi carne, en mi razón. –Confórmate– me dices y te replico –es demasiada realidad–.

Regreso a la penumbra, a la ventana que me llama, a la nostalgia que me viaja por la sangre. Me basta, me sobras. Quiero gritar y en lugar de eso susurro tu nombre desarticulado como tu deseo.

¡Desaparécete! En el cielo que me observa con ese gran ojo de plata, o donde tú quieras. Ya no ansío ver tu reflejo en el cristal de esta ventana. Se consume la furia, en su lugar está el desencanto, la indiferencia. Despierto a este segundo eterno, hecho trizas. Después y al final, la oscuridad me reclama no haber soñado.

Sigues ahí, al final del pasillo, de pie. Cubierta de tus lágrimas. Es demasiada realidad, contenida en ti en tu figura deforme que ayer me conquistaba. Esa que por una rendija penetra a mis sueños, mortífera, desnuda y furiosa. Esa realidad que traes en los ojos.

Estoy despierto nuevamente, desesperado. Y sigo implacable ¡Desaparécete! y sólo el eco me responde, el eco muerto que sólo tú y yo escuchamos, que compartimos.

Me acerco a ti sigiloso, casi débil. Te sujeto por el brazo, que intenta abrazar lo que queda de mi caridad inerte. Te abalanzas casi alegre, insegura. Acerco mi boca a tu oreja, deseosa de escucharme amarte. Con la furia que me dejaste te presiono. Te arrastro te estrangulo. Una y otra vez ¿A dónde va? ¿A dónde siquiera se dibuja mi razón? Ya no la encuentro. Y la última palabra que escuchas de mi boca es afuera de la ventana, cerca del pavimento. ¡Desaparécete! Viajes sin rumbo se disipan, y luego aparecen delineados en la historia que me persigue, que no me alcanza, que me implora paz.

Regreso satisfecho al sillón para mirarme nuevamente en reflejo de la ventana, cuando irritado descubro que estas ahí otra vez, parada al final del pasillo gritándome, –confórmate ya–.