viernes, 28 de septiembre de 2012

Ofrenda


(Yvonne Rojas Cáceres)

Como todos los años, ese día se había lavado el pelo con agua de manzanilla, hervida con algunas hojitas de cedrón y romero que atraen la magia blanca de las nubes y de la buena suerte. Esta vez la virgen le daría primero, un hombre.

Sus largas trenzas no eran especialmente oscuras, más bien llevaba en la cabellera, reflejos de fuego que brillaban con el sol. Perfectamente sujetas con las “tullmas”  doradas que le había tejido su tía, se balanceaban acariciando su cadera, al mismo ritmo que su pollera de terciopelo verde que le había costado todo el trabajo de mayo en la casa de los Valdez.

Antes de salir, sujetó la bolsa y se aseguró de que no tuviera ningún orificio que permitiera que el líquido viscoso y sanguinolento del contenido chorreara, revelándolo. Envolvió la bolsa en el aguayo, mientras en su preciosa cara de indígena se dibujaba una mueca de disgusto por el dolor de vientre que no le dejó dormir; echó  bastante Leche de Rosas a su cuello y manos, frotó también algo entre las piernas para disipar cualquier aroma comprometedor. Hacía calor y tendría que cruzar la ciudad entera para llegar al templo en las afueras. Después de todo, no siempre se ofrenda una “wawa” a la Santa Vela Cruz. 

jueves, 27 de septiembre de 2012

La tierra que es todas las canciones


(G. Munckel Alfaro)

Es verdad que todos los árboles cantan, pero ya nadie recuerda cómo y son muy pocos los que todavía escuchan sus canciones. Es verdad que el viento es fuerte y que rasga las cuerdas de las ramas, haciendo música. Pero esta no es la canción de los árboles. Su melodía nace en lo más profundo de la tierra, viaja a través de las raíces y, finalmente, es soplada a través de todas las ramas. Los árboles son las ocarinas de la tierra y, quienes escuchan su canción, escuchan también el llamado de la tierra, que es la voz de todos nuestros muertos.

lunes, 17 de septiembre de 2012

El agua en que se pierden todos los recuerdos

(G. Munckel Alfaro)

Alguien que ha sido olvidado contó alguna vez la historia del océano. Contó que, cada cien años, sus aguas cantan con una voz que muy pocos pueden oír, pero que aquellos que escuchan la canción del agua, sienten la necesidad de caminar hasta el océano. Contó que los peregrinos no dejan de caminar al llegar a la playa, sino que marchan mar adentro, hacía la garganta del océano. Contó que el océano no tiene memoria y que, cada cien años, necesita alimentarse del recuerdo de la gente para no olvidarlo.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Tormenta en Re menor


(Sergio Tavel)


El violinista se instaló en la pequeña calle que ya conocía, de baldosas rojas y desgastadas. Un sinfín de cafés se esparcía a lo largo de ella, de todos los tamaños, estilos y colores. La gente murmuraba y caminaba despreocupada. Por el canal, el agua fluía con placidez e hipnótica calma. Abrió el estuche y sacó su viejo violín. Con la delicadeza de un amante, lo colocó sobre el hombro y se preparó a tocar. Rasgó las cuerdas con el arco y, lentamente, la melodía fluyó hacia el aire, acariciándolo, abrazándolo. Cerró los ojos, recuerdos invadieron su mente: le hablaban de una mujer, de una casita en el prado, de una tormenta, de un llanto, de muerte y silencio.

El viento comenzó a soplar, silbando entre los tejados, acoplando su voz a la música que lo recibía. Las personas que lo observaban tocar se sujetaron los sombreros, los abrigos y los chales. Su largo cabello rojizo se agitaba, trazando en el aire las notas, acompañando el rasgueo de las cuerdas. Las nubes habían cubierto el cielo ocultando al sol y las primeras gotas de lluvia cayeron, golpeando acompasádamente las baldosas de la calle. Las personas comenzaron a retirarse, protegiéndose el rostro con las manos. El violinista siguió tocando, moviéndose al ritmo de la melodía, con los ojos cerrados y el cabello húmedo luchando por liberarse al viento. Las gotas caían en la voluta del violín, acariciando el puente; las cuerdas, terminando su viaje en el cordal, desprendiendo su propia música, su propio canto: el canto de las tormentas. Su gran abrigo pardo y desgarrado se agitaba con el viento, su bufanda danzaba, y su sombrero de ala ancha amenazaba con unirse a las hojas secas en su viaje por el viento. 

Aceleró el ritmo, las lágrimas caían por sus ojos y acariciaban sus mejillas. La lluvia crecía. El agua del canal ascendía y fluía con la rapidez de un río precipitándose desde lo alto de una montaña. Pero él no se detenía, seguía tocando, danzando, llorando. El viento soplaba con más fuerza, arrastrando hojas secas, papeles olvidados y un sombrero descuidado. Las gotas dibujaban formas en el aire a medida que caían. Formas de mujer, de niños, de árboles, de alegría y nostalgia, siguiendo con su golpeteo a la melodía del violín. Las gotas caían sobre el viejo instrumento, vibrando con el sonido. Agitó con más fuerza el arco, la música surgió más fuerte, más rápida. Un relámpago iluminó la calle, seguido de un trueno que acompañaba a la música. El canal se desbordaba. Otro relámpago. El viento rugía. Un trueno. Más llanto. Su cuerpo se movía en una danza, asemejándose a las notas que tocaba. Su sombrero fue arrancado por la ventisca. Su cabello le decoraba el rostro y, furioso, se debatía contra el viento. La melodía aumentó, también lo hizo la tormenta. Sus dedos se movían con rapidez por las cuerdas, tratando de seguir a los latidos acelerados de su corazón. Rasgó con el arco y una nota vibrante, potente, inundó la calle y silenció al viento.

Con un rápido movimiento, se detuvo. La melodía terminó. El viento paró. La lluvia regresó a su acuoso reino. El canal bajó. Los relámpagos se apagaron y los truenos enmudecieron. Las lágrimas se detuvieron. Los recuerdos se alejaron. Respiraba con agitación. Lentamente, guardó su amado violín. Cerró el estuche, lo cargó al hombro y se alejó. El sol, una vez más, se atrevió a asomarse a esa calle, en la cual, la música ya no se escuchaba.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

El final de cualquier puerto


(Yvonne Rojas Cáceres)


Como quien menciona la parte de una historia innecesaria,

Describirte como te observo y darte un nombre siniestro

Es como hacerte deseable con la letra y el tintero.


Mirar cómo te absorbes en la tierra húmeda con olor a estiércol

Y luego la languidez del sol te cubre sin sombra,

sin ningún tormento.


Dejar crecer sobre cualquier costilla, el pasto verde de cualquier sendero.

Saber que la putrefacta carne se ha consumido hasta el hueso.

Miles de gusanos se han quedado sedientos, ávidos de vida y de carroña.

Mientras haces tu labor condescendiente con el ocaso con el alba y con el desierto.

El ocaso que te espera al final del puerto, de todos los puertos.


Has carcomido piel, retazo y recuerdo. Nada queda ya.

Aquello que fue lo absorbiste entero.

Ahora repartes oscuridad mientras la noche te despide

Y el velo de la tristeza invade los ojos de lo que quedaron quietos.


Verte partir es el dolor eterno, el eterno suspiro del que sufre inviernos.

El viento te sopla las últimas blasfemias de los viajeros.

Mientras Caronte alista sus remos al fondo del velero negro

Y las monedas caen de la mano fría del que esta noche, se atrevió a ser tu compañero. 

lunes, 10 de septiembre de 2012

La palabra que es todos los fuegos


(G. Munckel Alfaro)

En toda la historia de la humanidad, sólo se supo de un hombre que emprendió el peligroso viaje hacia el hasta entonces desconocido origen del fuego. Se había pensado que el fuego podía producirse; pero no se sabía que en realidad se lo invocaba, que era siempre el mismo fuego, ubicuo y atemporal. Fue gracias a este visionario —un Prometeo entre los nuestros— que se supo que todos los fuegos son un mismo fuego y que arde en la caverna donde nacieron todas las palabras.