lunes, 12 de diciembre de 2011

Condenado

(Sergio Tavel)


La oscuridad se cernía sobre la irregular pared compuesta por centenares de piedras. La pequeña ventana que se encontraba en lo alto no dejaba pasar la luz o el viento. El suelo estaba frío, repleto de rastros de paja, polvo, alguno que otro hueso minúsculo de rata, orín y excrementos. La peste de seguro era insoportable, pero ya no la percibía. Tantos años en ese lugar lo habían despojado de su olfato. Tantos años agazapado en las sombras habían hecho que olvidara cómo era el poder ver. Ya ni siquiera recordaba su nombre. Los días de correr por los prados o cabalgar con la brisa golpeándole el rostro se transformaron en sueños y, paulatinamente, en pesadillas. Ese día, sin embargo, se encontraba extrañamente feliz. Ese día dejaría por fin ese lugar. Volvería a ver la luz, la sonrisa de una doncella, el gris de las paredes de su hogar. Escucharía nuevamente el canto del río, la brisa al golpear el follaje de los árboles, las risas de los niños, el susurro de la vida a su alrededor. Sentiría el calor de una hoguera, el ardor del viento en el rostro al correr a toda velocidad, el suave cuerpo desnudo de una mujer, el frío punzante del lago en el invierno. Ese día volvería e experimentar todo eso. Ese día iba a morir.

Le dolían los pies y sentía acalambrados los músculos. Sabía que el amanecer se acercaba, el resquicio de los barrotes de la ventana reflejaban un ligero destello. Entonces, dirigió automáticamente la mirada al único lugar dónde la débil luz llegaba por unas pocas horas: la gran puerta de madera. Soltó un ligero suspiro tal como lo hacía cada mañana. Un escalofrío recorrió su espalda. La odiaba. Esa puerta se había convertido en su más grande temor y obsesión con el pasar de los años. Hubo un tiempo, cuando aún conservaba sus fuerzas y su cordura, en que trató de derribarla. Día tras día, hora tras hora, se abalanzaba contra ella, el impacto la hacía temblar, pero era demasiado grande, demasiado pesada. Luego gritaba, gritaba con todas sus fuerzas, hasta que la garganta se le desgarraba, hasta que el pecho le estallaba. Pero todo era inútil. Nadie lo escuchaba ni lo escucharía jamás. Estaba solo, rodeado de cuatro paredes y una gran puerta de madera.

Se rascó la nuca, impaciente. Ya no podía esperar. Ya había tenido suficiente. Instintivamente, le echó una mirada al pequeño hueco que había en la parte inferior de la puerta. Aguzó el oído tratando de escuchar los pasos de un guardia, se harían cada vez más fuertes y luego se detendrían, por aquél pequeño hueco se deslizaría un plato con comida, los pasos se reanudarían y se desvanecerían hasta el día siguiente. Pero no ese día. Ese día no le traerían comida. Ese día iba a morir.

Se retorció un poco para estar algo más cómodo. Sentía la cabeza extraña y le picaba. Se acostumbró a sentir el cabello cayéndole por el rostro y la espalda y ahora sólo sentía los piojos caminando por su cuero cabelludo. Se lo habían cortado al ras el día anterior con la intención de que el cabello no se interpusiera en el camino de la cuchilla.

Frunció el cejo sin quitar la vista de la gran puerta. Era oscura como el azabache, tenía varias grietas y hendiduras por toda su superficie, manchas de orín, rasgaduras con trozos de piel y sangre seca. Incontables veces se había arrancado una uña o hecho un corte en un dedo al golpear, rasguñar y patearla en su desesperación.

Un par de grilletes colgaban del techo. Sonrió al darse cuenta que también se despediría de ellos. Nunca más sería encadenado. Nunca más se quedaría colgado mientras el látigo le desgarraba la espalda. Nunca más vería únicamente la puerta mientras los golpes lo hacían agonizar de dolor.

Le pareció que los minutos no pasaban. La luz estaba por abandonar la puerta y dejarlo sumido en la oscuridad nuevamente. Odiaba ese momento, así como odiaba esa puerta. La respiración se le agitó y el corazón empezó a palpitarle de forma acelerada. Se había distraído y no escuchó los pasos que se acercaron. Escuchó el ruido de unas llaves. Sonrió, si fue de consuelo o de miedo, nunca lo supo. Ya podía sentir la brisa, casi podía ver el sol brillando en un vasto cielo azul. Levantó una mano y se acarició el rostro. El estruendo de una cadena al golpear el suelo retumbó en las paredes, la puerta chirrió y la luz de un farol penetró en la celda. Dos hombres estaban parados en el umbral cuando la puerta se abrió de par en par. Con una sonrisa, dirigió un último pensamiento a su hogar.