martes, 16 de noviembre de 2010

Miríada

(Roberto Fernández Terán)


Rayos lunados traspasan la oscuridad y se reflejan en el gran espejo de la cómoda biselada. Al centro, encima de una mesita circular, pequeñas torres de libros apilados se yerguen desafiantes con sus sombras proyectándose por toda la habitación. Partes de un título de letras doradas, apenas legibles, rompen la mudez circunspecta del ambiente: “ Memoria …. Grito … Nombre … Cuatro Vientos”.

Un poco más allá, una silla desvencijada de madera color barniz leonado se apoya en una pared empapelada con imágenes de vides, flores exóticas y temibles animales salvajes africanos. A su lado, un escritorio empotrado con su pequeña repisa de venesta fina en la que descansa una radio grabadora negra.

En medio de ese paisaje, te miro desde lo alto. Tú duermes en un camastro de antiguos barrotes de metal. Escucho tu respiración agitada. Tu rostro volteado hacia el cielo raso me recuerda a alguien, pero no sé a quién. Me muevo sin tocar el piso, quiero verte mejor. Me desplazo silenciosamente por el aire, de un lado de la habitación al otro.

Entonces siento que pasas cerca mío, como una brisa, rozándome apenas, y te fijas en el espejo de la gran cómoda. Al tornar la mirada hacia donde tú estás, comprendo que la imagen que se ve en el espejo es la de una figura adolescente y mayor en una sola.

Me doy cuenta que somos cuatro los que nos encontramos en ese pequeño cuarto apenas iluminado por la luz. Súbitamente, te mueves hacia el costado izquierdo de la cama y abres ligeramente los ojos, recién comprendo que el que observa y el que duerme son la misma persona. ¡Soy yo mismo en los dos!

Luego, con un movimiento casi imperceptible, los dos rostros del espejo adquieren vida propia por separado. Uno de ellos, al clavar sus ojos en mí, hace una mueca diabólica que me sobrecoge de terror y, el que lo acompaña levanta las manos y me mira dulcemente a la manera de un ícono cristiano. Me cuesta comprender, pero es cierto: los tres somos uno — soy yo.

La tensión en el espejo es tan grande que cae estrepitosamente al suelo, fragmentándose en millones de cristales astillados. Apenas puedo respirar y no puedo moverme de mi sitio etéreo. Haciendo un movimiento violento, la figura de la mueca diabólica prosigue con la tarea de destrozar aún más los pedacitos de vidrio, mientras la figura icónica intenta recomponerlas como cuando era el espejo originalmente.

Finalmente, al claror de los haces luminosos lunados, comprendemos todos que somos uno en medio del continuum fluir de nuestra existencia, de mi existencia.