martes, 31 de agosto de 2010

Colores-estados-reverso

(Yvonne Rojas)


Cuando altero mi tacto

Todo cambia de color

De repente es verde

A veces gris

Y luego se torna rojo

De repente es morado

Y luego negro

Franqueo el infierno antes del paraíso

Se torna verde nuevamente

Y luego gris y otra vez rojo

De repente morado

Y nuevamente negro

No son colores, es mi tacto confundiéndose en reversa

El color ya no es color, es un estado

De repente está vivo

Y desfallece

En seguida se enciende en furia

Y se desploma luego en el pudor

Por fin todo se oscurece

Penetro el paraíso antes del infierno

Cuando resucito nuevo

Y luego muero

Me incendio otra vez

Súbitamente el pudor

Luego la oscuridad

Mi tacto

Infierno y paraíso

________________________Resucita

_____________________Muere

________________Se enciende

____________El pudor

_______La oscuridad

Achuma

(Paola Rodríguez Angulo)


En medio de la aridez del altiplano, había perdido todo sentido de orientación. Mi brújula yacía a mis pies, rota, inútil, la pequeña aguja roja en el suelo, señalando al infinito. Lo único que sabía de mi ubicación era que me encontraba en algún lugar entre La Paz y Oruro.

Sin agua y sin comida, lo único que cargaba era mi cámara fotográfica.


Tercer Día

Caminaba, aún sin rumbo, esperando encontrar alguna comunidad. Dos días atrás, vi lo que parecía un asentamiento temporal, una fogata extinta y algo de comida seca que devoré al instante. Empezaba a sentir los estragos que la falta de agua hacía en mi cuerpo, mis labios resecos y quemados por el sol se hinchaban, se partían, florecían y se marchitaban; los calambres me seguían a cada paso y mis músculos se secaban tanto, que temía convertirme en plástico (mi imagen convertida en un maniquí, extrañamente, me divertía un poco).

Hambriento, comía todo lo que encontraba a mi paso: pequeñas plantas de hojas duras, raíces de arbustos y, con suerte, alguna lagartija; aun así nada evitaba mi deterioro. A lo lejos, divisé un imponente cacto solitario. Ansiaba su sombra, el agua que contenía y, con suerte, sus frutos o sus delicadas flores.

Reuniendo fuerzas, caminé los doscientos metros que me separaban de él, me tumbé a su sombra y, con una piedra filosa, le arranqué un pedazo del que bebí con placer. El líquido amargo fue un alivio para mi garganta.

Una hora después, me arrepentí de mi ignorancia, pues pensé que el cacto era venenoso, ya que las nauseas eran insoportables. Mi corazón latía furiosamente y la traspiración fría de mi frente me hacía sentir delirante. Oscurecía mientras veía la luna llena salir por el horizonte, enorme, brillante.

Sentía que estaba muriendo. Hacía el intento de vomitar, pero al tener el estomago vacío solo obtenía arcada tras arcada. Escuchaba claramente el viento rozando la paja brava, silbando melodías angustiosas. Pensé que estaba enloqueciendo.

A lo lejos, vi una sombra que se acercaba a mí. No podía identificar su forma, pues caminaba erguido pero no tenía rasgos humanos. Mi visión, visiblemente mejorada, me permitía ver perfectamente con la tenue luz de la luna. A los cien metros, vi su silueta perfectamente: sus orejas puntiagudas, su fino rostro y su cola majestuosa. Rápidamente entendí, por su energía, que era mi guía, un ser sagrado.

Se acercó lentamente. Me sentía en paz. Cuando estuvo a escasos dos metros, se detuvo, se sentó y se quedó examinando un reloj de arena que llevaba en una de sus patas. Entonces habló dentro de mí:

-Has tomado de la Achuma, una planta sagrada. Al hacerlo, la tierra me llamó y estoy aquí para acompañarte. Verás muchas cosas en este viaje, algunas terroríficas, otras exquisitas. No temas.

Al terminar sus palabras, el último grano de arena cayó y las imágenes vinieron a mí: la luz plateada que cubría ese desierto, se hizo un caleidoscopio de indescriptible belleza ante mis ojos, las formas simétricas del paisaje mutaban una y otra vez.

El exceso de sensaciones me sobrepasaba. Cada átomo de mi ser se expandía, se separaba de mi cuerpo y se fusionaba con todo a mi alrededor: el cacto, la paja brava y todas las rocas a mi alrededor eran tan importantes como yo, todos estábamos en la tierra juntos, unidos por el vinculo de nuestra propia existencia. Sentí orgullo de ser una criatura viviente más y esa conciencia era suficiente para hacerme feliz. Había olvidado completamente que, horas antes, deseaba morir de la forma menos dolorosa y rápida posible.

Estaba en la tierra para vivir, para experimentar, para aprender. El mundo alrededor mío era un gran lugar sagrado, un lugar que debía ser reverenciado y respetado.

Me sentí como un niño en un mundo extraño, poco familiar, pero fascinante. Sentí que estaba aprendiendo todo de nuevo, por así decirlo.

La cresta de la experiencia pareció llegar después de las cuatro horas, aunque era muy difícil estar consciente del paso del tiempo. En algún punto, parecía que en verdad podía sentir la rotación de la tierra sobre su propio eje, un fenómeno que ocurre constantemente, aunque la vida parece insensible a esta clase de movimiento.

En algún momento imperceptible, una suerte de retrospectiva se convirtió en el aspecto dominante de la experiencia. Era como si mi mente estuviera tratando muy duro, en otro nivel, de encontrar el significado de la experiencia completa.

Sentí que nada fue casual: el alejarme del auto, de la gente irritante que estaba en él, el prometer que daría un corto paseo, que quería estar solo, tomar fotografías, sentí que todo eso tenía un fin: esta suerte de iluminación.

Arriba, en el cielo vi un cóndor. Entonces Atoj, mi guía me dijo “tus ojos se volverán los suyos” y fue así como vi, desde los cielos, mi diminuto cuerpo acompañado por un zorro en dos patas, vi la inmensidad de la tierra; sentí el aire frío que golpeaba mi conciencia y, sobre todo, la libertad del vuelo.

Terminé la experiencia sintiendo que había pasado por muchas cosas, que había logrado algo importante. Me sentía maravillosamente libre y despejado. Atoj había desaparecido en algún momento, aun así, no sentía miedo a la soledad, la muerte, ni al sufrimiento. Entendí, después de esta experiencia, que la muerte es un estado más, y me sentí feliz al imaginar que el polvo de mis huesos pueda formar parte de este lugar.

La Reiteración de la Noche Blanca

(G. Munckel Alfaro)


La proximidad de la noche blanca se hacía inminente, ineludible. Su llegada cambiaba, lentamente, el color del paisaje que se desenvolvía, rugoso, a nuestro alrededor. El sendero parecía estirarse en línea recta delante y detrás de nosotros, aparentando no tener fin. Los cuatro caminábamos juntos, quizás tomados de las manos, quizás en fila uno detrás de otro. Nuestros pies seguían el rugoso y áspero camino, pero nuestras miradas se posaban en los diversos matices que el cielo esparcía sobre los árboles. La desfalleciente luz o el creciente tiempo, los mostraban verdes, para luego pintarlos de dorado, rojo y azul; pero luego, el lento pasar de las horas amenazaba con llenarnos de negro o, peor aún, de aquel espantoso blanco, el único color que no debería pintarse en los árboles por la noche. Pronto, nos perdimos. Ninguno de nosotros sabía dónde nos encontrábamos, cómo habíamos llegado hasta ese lugar y, mucho menos, cómo podíamos regresar. Tuvimos miedo y nos detuvimos, pensando que, tal vez, eso detendría el incansable andar del bosque. Recordamos la línea recta del camino que seguimos y, al meditar sobre lo absurdo de haberse perdido en un sendero sin curvas, un intenso mareo se apoderó de nosotros. Ligeramente dispersados, sufríamos juntos el mismo ataque de ansiedad e impotencia. Nos habíamos dejado engullir por las profundidades del bosque, nos habíamos dejado engañar por sus senderos. Impotentes, dejamos pasar el tiempo y, ya rendidos y horrorizados, vimos la llegada de la noche blanca.

Recuerdo que comenzamos a caminar horas antes del ocaso. Estábamos en un campo dorado que, bruscamente, se convirtió en un inmenso muro verde. Nos encontrábamos ante el bosque más espeso que habíamos visto en nuestras vidas. Caminamos en dirección al bosque y decidimos atravesarlo, procurando hacerlo en línea recta, para no perdernos. Una vez dentro, descubrimos que no existía sendero alguno, así que improvisamos un camino. El cielo nos inundaba, esquivando las copas de los árboles, con luces que cambiaban de color de acuerdo a las horas y las nubes que pasaban volando sobre nuestras cabezas. Recuerdo que, en algún momento, los tres nos sentimos muy unidos y nos tomamos de las manos, pero cuidando de seguir caminando por la imaginaria y casi imposible línea recta que nos guiaba. En algún momento, los árboles comenzaron a cambiar de color, imitando con maestría los irrepetibles colores que el tiempo pintaba en el firmamento. Pero, de pronto, sentimos nacer, como un grito en nuestro interior, un miedo común. La noche blanca se aproximaba, cambiando de golpe nuestro entorno, girando al bosque a su antojo, perdiéndonos en su interior, para luego atraparnos y engullirnos. Fue entonces cuando, tras soltar nuestras manos y mirar hacía el caótico cielo, ya separados, la noche blanca se dejó caer sobre nosotros.

Por alguna razón, decidimos seguir los rieles del tren. Estaban cubiertos por óxido y maleza, ligeramente húmedos y sin rastro de haber sido usados en décadas. El bosque que los había devorado, los llenaba de verdes caricias. Ambos suponíamos que, si seguíamos aquel sendero de paréntesis metálico, llegaríamos a un lugar mágico, más allá del bosque. Caminábamos tomados de las manos, pero cada uno a un lado del riel, siguiendo las casi imperceptibles curvas que partían al bosque en dos. Esto nos empujaba a imaginar que, cada uno, paseaba por su propio bosque. Ambos nos dejábamos cambiar de color por efecto de la magia del bosque, nos pintaba de oro, cobre o plata según su antojo. A veces, nos trataba de esconder bañándonos en impresionantes verdes; pero, aunque el bosque nos hiciera invisibles, nuestras manos no se separaban. El tacto era lo único que parecía real, ya que nuestras miradas se perdían entre los árboles y el cielo, que se cambiaban o desaparecían incoherentemente. Pasaron horas antes de comenzar a inquietarnos, antes de soltar nuestras manos para sentarnos en los rieles del tren y contemplar, estupefactos, nuestro entorno. Todo era azul. El cielo, los árboles, el suelo y todo lo que lo cubría, nuestros cuerpos, ropas y nuestras miradas. El día parecía luchar con la noche y querer espantarla usando luces de madrugada. Todo el tiempo que nos envolvió al caminar no había sido suficiente para superar al bosque. Aún inquietos, comenzamos a tiritar y el bosque uso uno de sus hechizos para convertir nuestro frío en miedo. Nos pusimos de pie y caminamos, casi sin movernos de nuestros lugares, cada uno por su cuenta, hasta marearnos. Nos sentíamos minúsculos, éramos insectos contemplando con horror el altísimo metal corroído de los rieles del tren. El miedo que crecía en nosotros se extendía más que la distancia que permanecía entre nuestras perdidas almas. Uno de los dos gritó, señalando el cielo. Al entrar al bosque, no temíamos perdernos en su interior; pero nos aterraba la idea de ser atrapados por la noche blanca. Y ahora se abalanzaba sobre nosotros.

Sentía que podía ver cómo, lentamente, el gris mutaba en dorado y, luego, se expandía a lo largo de impresionantes distancias, dando la impresión de encontrarse en medio de un océano dorado y rugoso. De golpe, toda la horizontalidad del campo dorado, se veía interrumpida por una alta perpendicular verde. Un par de líneas sinuosas y negras se dibujaban desde el dorado y, osadas, se clavaban en el verde, atravesándolo como si fueran agujas de un largo infinito. Caminé siguiendo las líneas, en dirección a la masa espesa de verde que, después de algunas horas y cientos de pasos, comenzó a parpadear con luces de diversos colores, imitando con torpeza los matices que el sol plasmaba en las nubes. Recuerdo que llegó un momento en que ya no podía distinguir el canto de las aves de la voz del viento, ambas disolviéndose sobre mi cabeza, instalándose en el aire que respiraba. En algún lugar entre los árboles, el constante cambio de color de estos dejaba de ser controlado por el viento y se dejaba guiar por todos los sonidos que componían el silencio del bosque. De pronto, comencé a sentir que el bosque me llamaba, atrayéndome. Perdí la sensación de estar volando sobre los árboles. Cuando pude escuchar mis propios pasos, entendí que, en realidad, estuve caminando durante horas y que no tenía idea de dónde estaba. Giraba y caminaba en círculos, buscando, inútilmente, un sendero. Una insoportable ola de pánico se apoderó de mí. Me senté sobre un montón de hojas secas, tan frías como el metal, para tratar de calmarme respirando el olor a tierra húmeda del bosque. Tras unos minutos, ya repuesto, subí la mirada y la dejé perderse en el cielo. Atónito, pude ver cómo la noche blanca se pintaba de golpe sobre mi cabeza. Era hermosa.

Tus Colores

(Sarahi Cardona)


Me quemo y estás tú.

Aunque no se me ocurre qué seas,

tienes colores, eres de colores;

pero ya no quiero verte.


No creo que tenga nada que ver con un espejo

porque no somos iguales.

Aunque me muerdas para tenerme,

no necesito hacer nada.

Ya me tengo.


Si estoy hablando bajito

es para que no te despiertes.

No quiero que sepas que me quiero ir.

Hablo por ti y para ti.


Nos enredamos

y ahora estamos en un laberinto;

pero mis manos flotan,

y no estoy tan cerca del suelo.


No quiero que me encuentres,

voy a esconderme en el viento.


Y es que ahora que te veo,

siento que me ahogas.

No puedo escuchar la vida

porque tu jadeo ocupa toda la habitación.


Ahora entendí qué me pasa cuando me tocas.

Eres ácido y yo me disuelvo en ti.