jueves, 28 de octubre de 2010

Intruso Nocturno

(Paola Rodríguez Angulo)


Su labio superior, separado por milímetros del inferior, formaba un arco por donde suavemente manaba un aire tibio y acompasado. Dormía profundamente. A su derecha, un espacio vacío acusaba la ausencia de su compañero.

Eran las tres, hora perfecta. Él, desde la calle, calculó el recorrido y el trabajo que necesitaría para entrar sigilosamente en la casa, era un experto en eso y sabía que cada esfuerzo valdría la pena.

Utilizó la ventana del baño, pensó que era la mejor manera para no despertar a los niños que dormían en las habitaciones del pasillo.

Con paso inaudible, acolchado, entró en la habitación. Sus profundos ojos verdes barrieron el cuarto y se detuvieron en ella, que estaba tendida con un libro enredado entre los dedos relajados y la boca semiabierta como una puerta a su alma.

Se acercó sin prisa, pues sabía que tenía todo el tiempo y que el dueño del espacio vacío no llegaría esa noche ni la siguiente.

La observaba: sus hombros desnudos, la redondez de sus senos libres bajo la liviana camiseta, su fuerte cintura y sus caderas de madre.

Con su arrogancia característica, tomó posesión de la cama, como si fuera suya. Ágilmente y sin despertarla, llegó a su lado.

Ella sintió la humedad semejante a la de una boca que rozó uno de sus hombros, una descarga eléctrica la despertó. Casi sobresaltada, lo vio. Rápidamente, una sonrisa iluminó su rostro y, entre caricias, le preguntó dónde había estado, acusando su lánguido abandono. Por única respuesta él la miró ferozmente, exigiendo más de ella.

Las caricias aumentaron su ritmo, las ansias cada vez mas fuertes hacían que sus uñas se clavaran al compás de su respiración, un leve sonido, constante, casi un ronroneo, llenó la habitación.

Los cuerpos se frotaron, se acariciaron y se mordieron; así durmieron, en la misma cama, hechos un ovillo; gato y mujer.