miércoles, 8 de septiembre de 2010

Intitulado

(Paola Rodríguez Angulo)


Algunas personas tienen el habito de morderse las uñas, Capdevilla no. Él tenía el molesto hábito de derretírselas con un encendedor. Digo molesto porque el olor a uñas quemadas es mucho peor que el de cabello quemado, un hábito menos común en él.

Cuando Mohamed entró impetuosamente a su oficina, justamente lo encontró en eso.

–¡¿Pero qué sucede?! ¿Acaso usted no acostumbra tocar la puerta?– Rugió Capdevilla.

–Disculpe, lo que pasa es que estoy desesperado... ¿ve? Este tic en el ojo no me dejará mentir.

Efectivamente, uno de sus ojos se movía incontroladamente mientras el otro lo miraba fijamente, casi de manera suplicante.

–Bueno, está bien. Siéntese.

En la habitación, existía una sola silla: la que estaba ocupada por Capdevilla. Mohamed se acomodó como mejor pudo.

–Ahí no– Dijo Capdevilla y agregó –Mejor ahí.

–Ahora, cuénteme ¿qué es lo que le sucede?

–¿Pero qué quiere que le cuente? ¡Fue usted quien vino acá!

–Ah... cierto, cierto. Disculpe, lo que pasa es que soy psicoanalista y estoy acostumbrado a estas situaciones. Bueno, déjeme explicarle, vine aquí porque usted es el único Investigador Privado que me recomendaron.

–¿Y cuál es el problema?

–Considero que el problema es que no me hayan recomendado otros. La verdad, es que acostumbro tantear precios antes de pedir los servicios de alguien. Le confieso que ese hábito es un poco complicado con las prostitutas...

–Creo que se está yendo por las ramas. ¿Usted vino acá por algo, o sólo desea hincharme las pelotas? –dijo Capdevilla, con un leve tono de irritación.

–No, en lo absoluto y puede creerme, yo sé de hinchar pelotas. trabajé una semana como psicoanalista y verá de qué le hablo.

–Seguramente. ¿Pero qué necesita de mi? ¿Piensa decírmelo?– había un rastro de congoja en su voz.

–Ah… sí, por supuesto. Quiero que investigue a mi madre.

–¡Ahora sí! Estamos en camino. ¿Qué desea saber sobre ella?

–Creo que ella me engaña.

–¿En qué sentido?

–Creo que tiene otro.

–¿Otro?

–Otro hijo, imbécil. Toda mi vida me dijo que yo era hijo único. Pero empiezo a creer que no es así.

-¿Qué le hace pensar eso?

–Bueno, ayer me llamó por otro nombre.

Capdevilla sacó una libreta del primer cajón de su escritorio, haciendo ademán de querer empezar a tomar notas.

–Espere... ¿vio mi lapicero? Estoy seguro que estaba sobre mi escritorio.

–Disculpe, fui yo.

–¿Fue usted? ¿Cómo?

–Me lo comí.

–¡¿Cómo?!

–Lo que pasa es que, desde niño, sufro de acufagia, acompañada por el molesto síndrome de la mano extraña.

Ante la mirada extrañada de Capdevilla, Mohamed explicó que la acufagia consiste en un deseo irresistible de comerse objetos agudos; y que el síndrome de la mano extraña es un desorden mental raro, en el cual una de las manos de quien lo padece parece adquirir vida propia.

Bueno, cargue el lapicero a mi cuenta y también dos clips. Me los comí mientras buscaba su lapicero.

Está bien. Así que su madre lo llamó por otro nombre... ¿Qué más?

Nada más. ¿Qué esperaba? ¿Si su esposa lo llamara por otro nombre usted no desconfiaría?

Pero cuénteme ¿Cómo va su Edipo?

¡No intente psicoanalizarme! ¡Usted es el investigador, dedíquese a eso!

Muy bien, empezare a seguir a su madre, necesito una foto.

¿Una foto? ¿Para qué?

Lo que pasa es que, a veces, cobro en especie.

¡Nada de eso! No le pone un dedo encima a mi madre. Además, es tan fea como un riñón.

Mohamed salió furioso de la oficina. Su ojo no se había detenido ni por un instante. Diez minutos después, y mientras caminaba por la calle San Martín, se dio cuenta que alguien lo seguía. No lo reconoció porque llevaba una toga negra que le cubría la cara por completo.

Corrió a casa, inundado por la paranoia. Cuando llegó, buscó, sin éxito, a su madre. Cosa rara, pues ella era cuadripléjica. Sí, lector, Mohamed olvidó especificar este detalle tan abrumador a Capdevilla.

Mohamed quiso llamar al investigador de inmediato, aunque su mano se lo impidió por un buen momento. Tuvo que luchar con ella por mucho tiempo. Por fin, Capdevilla contestó al celular.

–Capgg… no encuentro a mi magree… me asfixiagg.

–¿Aló, Aló?

El teléfono volvió a sonar.

–Capdevilla soy yo– se escuchó una voz agitada, parecía que luchaba contra algo, quizás su mano, no lo sé, pues la imagen estaba en Capdevilla.

–¿Quién yo?

–Mohamed. Cambio de planes, ahora no necesito que siga a mi madre, sólo necesito que la encuentre.

–¿Cómo? ¿Ahora es un caso de desaparición? ¿Sabe que esto tiene otro precio, verdad?

–Lo sabía, sabía que me iba a venir con esto. Mire, no se preocupe por eso, que luego regateamos el precio. Encuentre a mi madre. Mejor, vengase ya mismo.

Mohamed colgó el teléfono, se quito la kippa y enjugó su frente. Su mano se había calmado, parecía que sólo quiso impedir que él hable con el inspector. Al notar este detalle, Mohamed comenzó a desconfiar de su mano, estaba seguro de que ésta estaba directamente relacionada con la desaparición de su madre. Y, como si la mencionada hubiese escuchado los pensamientos de Mohamed, comenzó a golpearlo. Esa tarde, Mohamed se comió seis clavos y se apuñaló con un cuchillo para untar.

En la calle, Capdevilla aún tenía el teléfono en la mano, buscaba llegar a la casa en cuestión y empezar a hacer las pesquisas. Pasó el 13.

–Mierda– pensó él. Su superstición lo iba a retrasar. Mientras esperaba otro bus al cual subirse, el investigador sintió ese cosquilleo característico de quien se siente observado. Su deducción (o su narcisismo, no estoy segura) lo hizo llegar a la conclusión de que, quien lo observaba, era una mujer alta, de piernas largas, labios rojos, cabello largo y castaño. Dedujo también que, quien lo observaba, estaba directamente relacionada con la desaparición de la madre de Mohamed. Trató de encontrarla pero ya se había esfumado.

Capdevilla se subió al 30, no tenia nada en contra de ese número. Se sentó en el penúltimo asiento vacío. Dos minutos después, se subió una pareja, quienes acordaron turnarse el asiento vacío que quedaba al lado de nuestro investigador. Primero se sentó el hombre. Quince minutos después, Capdevilla pidió permiso al muchacho, que aún estaba sentado a su lado. También le recordó ya era el turno de la señorita.

El muchacho, sin inmutarse, sacó una pequeña navaja de bolsillo y, sin decir palabra alguna, se la clavó en la pierna.

Capdevilla bajó cojeando del bus, llegó hasta la puerta de su cliente y tocó el timbre.

–Mohamed– le dijo, con una mano en la pierna, que sangraba profusamente –este caso se ha puesto demasiado peligroso. ¿Sabes que los precios suben en estas condiciones, verdad? (Sí, dejaron de ustearse).

–Capdevilla, no me jodas. Ya te dije que regatearíamos después. Con la desaparición de mi madre, no tuve tiempo de ir a preguntar precios.

Ambos empezaron la búsqueda de pistas para descubrir el paradero de la madre. Nada faltaba. Es más, sobraban un par de zapatos de charol talla 42. Mohamed pensó que eran del otro hijo que tenía su madre y trató de convencer a Capdevilla de que investigue los dos casos al precio de uno.

Buscaron bajo la cama, en el ropero y hasta en el baño de visitas. Sin resultado.

Capdevilla estaba a punto de dar el caso por irresoluto, cuando sonó el teléfono.

Era una mujer de voz sensual. Número equivocado. Capdevilla decidió rastrear la llamada, buscarla e investigarla. Uno de sus vicios más baratos era el voyerismo.

Ambos salieron de casa para buscar, con los vecinos, alguna pista sobre la madre. Y, después de preguntar a ambos vecinos, decidieron postergar la búsqueda hasta el día siguiente.

Continuaron buscando durante una semana. Recibieron cinco denuncias por acoso a mujeres, que Capdevilla creía directamente relacionadas con la desaparición de la anciana madre de Mohamed. No obtuvieron ni una pista y, agotados, dieron por finalizada la búsqueda.

Un viernes cualquiera, a las 8:30 de la mañana, Mohamed despertó y, mientras iba al baño, vio a su madre sentada en su poltrona de siempre, tejiendo el suéter que había dejado a medias mucho tiempo atrás.

–¿¡Dónde carajos estabas!?– fue lo único que apuntó a preguntar.

Y con, toda la naturalidad de un siervo que pasta en una pradera solitaria, ella le contestó:

–En ninguna parte.

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