martes, 31 de agosto de 2010

La Reiteración de la Noche Blanca

(G. Munckel Alfaro)


La proximidad de la noche blanca se hacía inminente, ineludible. Su llegada cambiaba, lentamente, el color del paisaje que se desenvolvía, rugoso, a nuestro alrededor. El sendero parecía estirarse en línea recta delante y detrás de nosotros, aparentando no tener fin. Los cuatro caminábamos juntos, quizás tomados de las manos, quizás en fila uno detrás de otro. Nuestros pies seguían el rugoso y áspero camino, pero nuestras miradas se posaban en los diversos matices que el cielo esparcía sobre los árboles. La desfalleciente luz o el creciente tiempo, los mostraban verdes, para luego pintarlos de dorado, rojo y azul; pero luego, el lento pasar de las horas amenazaba con llenarnos de negro o, peor aún, de aquel espantoso blanco, el único color que no debería pintarse en los árboles por la noche. Pronto, nos perdimos. Ninguno de nosotros sabía dónde nos encontrábamos, cómo habíamos llegado hasta ese lugar y, mucho menos, cómo podíamos regresar. Tuvimos miedo y nos detuvimos, pensando que, tal vez, eso detendría el incansable andar del bosque. Recordamos la línea recta del camino que seguimos y, al meditar sobre lo absurdo de haberse perdido en un sendero sin curvas, un intenso mareo se apoderó de nosotros. Ligeramente dispersados, sufríamos juntos el mismo ataque de ansiedad e impotencia. Nos habíamos dejado engullir por las profundidades del bosque, nos habíamos dejado engañar por sus senderos. Impotentes, dejamos pasar el tiempo y, ya rendidos y horrorizados, vimos la llegada de la noche blanca.

Recuerdo que comenzamos a caminar horas antes del ocaso. Estábamos en un campo dorado que, bruscamente, se convirtió en un inmenso muro verde. Nos encontrábamos ante el bosque más espeso que habíamos visto en nuestras vidas. Caminamos en dirección al bosque y decidimos atravesarlo, procurando hacerlo en línea recta, para no perdernos. Una vez dentro, descubrimos que no existía sendero alguno, así que improvisamos un camino. El cielo nos inundaba, esquivando las copas de los árboles, con luces que cambiaban de color de acuerdo a las horas y las nubes que pasaban volando sobre nuestras cabezas. Recuerdo que, en algún momento, los tres nos sentimos muy unidos y nos tomamos de las manos, pero cuidando de seguir caminando por la imaginaria y casi imposible línea recta que nos guiaba. En algún momento, los árboles comenzaron a cambiar de color, imitando con maestría los irrepetibles colores que el tiempo pintaba en el firmamento. Pero, de pronto, sentimos nacer, como un grito en nuestro interior, un miedo común. La noche blanca se aproximaba, cambiando de golpe nuestro entorno, girando al bosque a su antojo, perdiéndonos en su interior, para luego atraparnos y engullirnos. Fue entonces cuando, tras soltar nuestras manos y mirar hacía el caótico cielo, ya separados, la noche blanca se dejó caer sobre nosotros.

Por alguna razón, decidimos seguir los rieles del tren. Estaban cubiertos por óxido y maleza, ligeramente húmedos y sin rastro de haber sido usados en décadas. El bosque que los había devorado, los llenaba de verdes caricias. Ambos suponíamos que, si seguíamos aquel sendero de paréntesis metálico, llegaríamos a un lugar mágico, más allá del bosque. Caminábamos tomados de las manos, pero cada uno a un lado del riel, siguiendo las casi imperceptibles curvas que partían al bosque en dos. Esto nos empujaba a imaginar que, cada uno, paseaba por su propio bosque. Ambos nos dejábamos cambiar de color por efecto de la magia del bosque, nos pintaba de oro, cobre o plata según su antojo. A veces, nos trataba de esconder bañándonos en impresionantes verdes; pero, aunque el bosque nos hiciera invisibles, nuestras manos no se separaban. El tacto era lo único que parecía real, ya que nuestras miradas se perdían entre los árboles y el cielo, que se cambiaban o desaparecían incoherentemente. Pasaron horas antes de comenzar a inquietarnos, antes de soltar nuestras manos para sentarnos en los rieles del tren y contemplar, estupefactos, nuestro entorno. Todo era azul. El cielo, los árboles, el suelo y todo lo que lo cubría, nuestros cuerpos, ropas y nuestras miradas. El día parecía luchar con la noche y querer espantarla usando luces de madrugada. Todo el tiempo que nos envolvió al caminar no había sido suficiente para superar al bosque. Aún inquietos, comenzamos a tiritar y el bosque uso uno de sus hechizos para convertir nuestro frío en miedo. Nos pusimos de pie y caminamos, casi sin movernos de nuestros lugares, cada uno por su cuenta, hasta marearnos. Nos sentíamos minúsculos, éramos insectos contemplando con horror el altísimo metal corroído de los rieles del tren. El miedo que crecía en nosotros se extendía más que la distancia que permanecía entre nuestras perdidas almas. Uno de los dos gritó, señalando el cielo. Al entrar al bosque, no temíamos perdernos en su interior; pero nos aterraba la idea de ser atrapados por la noche blanca. Y ahora se abalanzaba sobre nosotros.

Sentía que podía ver cómo, lentamente, el gris mutaba en dorado y, luego, se expandía a lo largo de impresionantes distancias, dando la impresión de encontrarse en medio de un océano dorado y rugoso. De golpe, toda la horizontalidad del campo dorado, se veía interrumpida por una alta perpendicular verde. Un par de líneas sinuosas y negras se dibujaban desde el dorado y, osadas, se clavaban en el verde, atravesándolo como si fueran agujas de un largo infinito. Caminé siguiendo las líneas, en dirección a la masa espesa de verde que, después de algunas horas y cientos de pasos, comenzó a parpadear con luces de diversos colores, imitando con torpeza los matices que el sol plasmaba en las nubes. Recuerdo que llegó un momento en que ya no podía distinguir el canto de las aves de la voz del viento, ambas disolviéndose sobre mi cabeza, instalándose en el aire que respiraba. En algún lugar entre los árboles, el constante cambio de color de estos dejaba de ser controlado por el viento y se dejaba guiar por todos los sonidos que componían el silencio del bosque. De pronto, comencé a sentir que el bosque me llamaba, atrayéndome. Perdí la sensación de estar volando sobre los árboles. Cuando pude escuchar mis propios pasos, entendí que, en realidad, estuve caminando durante horas y que no tenía idea de dónde estaba. Giraba y caminaba en círculos, buscando, inútilmente, un sendero. Una insoportable ola de pánico se apoderó de mí. Me senté sobre un montón de hojas secas, tan frías como el metal, para tratar de calmarme respirando el olor a tierra húmeda del bosque. Tras unos minutos, ya repuesto, subí la mirada y la dejé perderse en el cielo. Atónito, pude ver cómo la noche blanca se pintaba de golpe sobre mi cabeza. Era hermosa.

1 comentario:

  1. Es probable que muchos lectores opinen que este breve cuento necesita estar acompañado por una explicación. Así que, para aquellos lectores que así lo creen y, para aquellos que no lo piensen necesario, pero quieren comprender algunos de los peculiares detalles que el relato presenta, daré algunas pautas que permitan comprenderlo mejor.

    Este relato, básicamente, consta de cuatro relatos más cortos que lo componen. Estos relatos cortos están acomodados de manera tal, que simulan ser uno solo, por lo que generaran cierta sensación de repetición en el transcurso del relato principal. Al mismo tiempo, pretende generar confusión e incertidumbre en los lectores atentos que noten la desaparición gradual de los personajes, en cada parte del cuento.

    Estos dos juegos con el lector insinuan que existen múltiples opciones sobre la "verdadera" trama del relato. Puesto que, si se lee atentamente, se descubrirá que cada uno de los relatos breves añade o elimina detalles que pueden o no encontrarse en otro de los relatos.
    En ese sentido, la intención de este breve cuento es insinuar que cada parte del relato es, en realidad, una versión diferente del mismo (probablemente contada por uno o más de los personajes que se esbozan en la trama).

    Por tanto, dependerá exclusivamente del lector elegir la "verdadera" historia del relato.

    (G. Munckel Alfaro)

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