martes, 31 de agosto de 2010

Achuma

(Paola Rodríguez Angulo)


En medio de la aridez del altiplano, había perdido todo sentido de orientación. Mi brújula yacía a mis pies, rota, inútil, la pequeña aguja roja en el suelo, señalando al infinito. Lo único que sabía de mi ubicación era que me encontraba en algún lugar entre La Paz y Oruro.

Sin agua y sin comida, lo único que cargaba era mi cámara fotográfica.


Tercer Día

Caminaba, aún sin rumbo, esperando encontrar alguna comunidad. Dos días atrás, vi lo que parecía un asentamiento temporal, una fogata extinta y algo de comida seca que devoré al instante. Empezaba a sentir los estragos que la falta de agua hacía en mi cuerpo, mis labios resecos y quemados por el sol se hinchaban, se partían, florecían y se marchitaban; los calambres me seguían a cada paso y mis músculos se secaban tanto, que temía convertirme en plástico (mi imagen convertida en un maniquí, extrañamente, me divertía un poco).

Hambriento, comía todo lo que encontraba a mi paso: pequeñas plantas de hojas duras, raíces de arbustos y, con suerte, alguna lagartija; aun así nada evitaba mi deterioro. A lo lejos, divisé un imponente cacto solitario. Ansiaba su sombra, el agua que contenía y, con suerte, sus frutos o sus delicadas flores.

Reuniendo fuerzas, caminé los doscientos metros que me separaban de él, me tumbé a su sombra y, con una piedra filosa, le arranqué un pedazo del que bebí con placer. El líquido amargo fue un alivio para mi garganta.

Una hora después, me arrepentí de mi ignorancia, pues pensé que el cacto era venenoso, ya que las nauseas eran insoportables. Mi corazón latía furiosamente y la traspiración fría de mi frente me hacía sentir delirante. Oscurecía mientras veía la luna llena salir por el horizonte, enorme, brillante.

Sentía que estaba muriendo. Hacía el intento de vomitar, pero al tener el estomago vacío solo obtenía arcada tras arcada. Escuchaba claramente el viento rozando la paja brava, silbando melodías angustiosas. Pensé que estaba enloqueciendo.

A lo lejos, vi una sombra que se acercaba a mí. No podía identificar su forma, pues caminaba erguido pero no tenía rasgos humanos. Mi visión, visiblemente mejorada, me permitía ver perfectamente con la tenue luz de la luna. A los cien metros, vi su silueta perfectamente: sus orejas puntiagudas, su fino rostro y su cola majestuosa. Rápidamente entendí, por su energía, que era mi guía, un ser sagrado.

Se acercó lentamente. Me sentía en paz. Cuando estuvo a escasos dos metros, se detuvo, se sentó y se quedó examinando un reloj de arena que llevaba en una de sus patas. Entonces habló dentro de mí:

-Has tomado de la Achuma, una planta sagrada. Al hacerlo, la tierra me llamó y estoy aquí para acompañarte. Verás muchas cosas en este viaje, algunas terroríficas, otras exquisitas. No temas.

Al terminar sus palabras, el último grano de arena cayó y las imágenes vinieron a mí: la luz plateada que cubría ese desierto, se hizo un caleidoscopio de indescriptible belleza ante mis ojos, las formas simétricas del paisaje mutaban una y otra vez.

El exceso de sensaciones me sobrepasaba. Cada átomo de mi ser se expandía, se separaba de mi cuerpo y se fusionaba con todo a mi alrededor: el cacto, la paja brava y todas las rocas a mi alrededor eran tan importantes como yo, todos estábamos en la tierra juntos, unidos por el vinculo de nuestra propia existencia. Sentí orgullo de ser una criatura viviente más y esa conciencia era suficiente para hacerme feliz. Había olvidado completamente que, horas antes, deseaba morir de la forma menos dolorosa y rápida posible.

Estaba en la tierra para vivir, para experimentar, para aprender. El mundo alrededor mío era un gran lugar sagrado, un lugar que debía ser reverenciado y respetado.

Me sentí como un niño en un mundo extraño, poco familiar, pero fascinante. Sentí que estaba aprendiendo todo de nuevo, por así decirlo.

La cresta de la experiencia pareció llegar después de las cuatro horas, aunque era muy difícil estar consciente del paso del tiempo. En algún punto, parecía que en verdad podía sentir la rotación de la tierra sobre su propio eje, un fenómeno que ocurre constantemente, aunque la vida parece insensible a esta clase de movimiento.

En algún momento imperceptible, una suerte de retrospectiva se convirtió en el aspecto dominante de la experiencia. Era como si mi mente estuviera tratando muy duro, en otro nivel, de encontrar el significado de la experiencia completa.

Sentí que nada fue casual: el alejarme del auto, de la gente irritante que estaba en él, el prometer que daría un corto paseo, que quería estar solo, tomar fotografías, sentí que todo eso tenía un fin: esta suerte de iluminación.

Arriba, en el cielo vi un cóndor. Entonces Atoj, mi guía me dijo “tus ojos se volverán los suyos” y fue así como vi, desde los cielos, mi diminuto cuerpo acompañado por un zorro en dos patas, vi la inmensidad de la tierra; sentí el aire frío que golpeaba mi conciencia y, sobre todo, la libertad del vuelo.

Terminé la experiencia sintiendo que había pasado por muchas cosas, que había logrado algo importante. Me sentía maravillosamente libre y despejado. Atoj había desaparecido en algún momento, aun así, no sentía miedo a la soledad, la muerte, ni al sufrimiento. Entendí, después de esta experiencia, que la muerte es un estado más, y me sentí feliz al imaginar que el polvo de mis huesos pueda formar parte de este lugar.

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