(Sergio Tavel)
Aquel
día, como muchos otros, el muchacho decidió meterse por cada puerta, cada
resquicio, cada jardín de cada casa en busca de su alma. Caminaba durante
largas horas, gritando por ayuda a la gente que pasaba por su lado. Pero nadie
le prestaba atención. Las personas caminaban en silencio sin mirarse unas a
otras, cubriéndose el rostro ante los gritos de auxilio. Sujetando sus bolsos,
sus periódicos y sombreros, como si temieran que aquel niño fuera un ladrón.
Luego de correr por cada calle, doblar cada esquina, subirse a cada árbol,
rodear a cada animal y persona, se alejaba llorando y gritando.
Sin
rendirse, subió a cada montaña, vadeó cada prado, cada maizal. Incluso se
acercó a todo aquel que podía encontrar y le zarandeaba la ropa, le revolvía el
cabello; pero ellos sólo lo alejaban de un manotazo y seguían su camino sin
siquiera mirarlo. Buscó su alma de noche y de día, en desiertos y pantanos, en
ciudades y pueblos lejanos. Pero nadie escuchaba su grito. Todos se alborotaban
con su presencia. Hubo alguno que se quedó quieto con expresión de paz mientras
el revolvía sus bolsillos y le acariciaba el rostro. Cuando se enfadaba,
golpeaba el sombrero de algún anciano, arrancaba un papel de las manos de un
joven, o un chal del cuello de una mujer, y los pateaba por la calle, tan sólo
para llamar su atención. Pero no funcionaba.
Luego de horas e incluso días,
se rendía y se iba a dormir, preparado para hacerlo de nuevo en otro momento.
Pero, en el fondo, sabe que no es culpa de las personas. Hace muchos siglos que
al mundo se le olvidó que existe un alma perdida por ahí, en algún lugar, que en
cierta ocasión le perteneció al viento.