sábado, 31 de enero de 2015

XII

(Ariel Yañes)

Llevo el nombre de un muerto que perdió su sombra
Desgarrado, impasible y sublime como un suspiro
En la cima de tu penumbra no te conmueves
Todos mis caminos conducen al olvido
Rasgando las aguas en un último grito
Vuelan recuerdos con alas feroces de horror
El recuerdo de todas las sombras que se posaron en mis manos
Danzando con las hojas precipitadamente al suelo
Te descascaras y esperas que recojan tus retazos
Y el bosque se ha perdido en tu mirada
Cual sepulcro inamovible abandonado en eterna paz
Y te comienzas a rasgar por tu piel blanda
El humo ha escrito mi último nombre en el aire
El ave surca los cielos en su ígneo vuelo

domingo, 4 de enero de 2015

XI

(Ariel Yañes)

Llegas desde la luz artificial
El fondo es también la caída
En un último respiro, sutil y fugaz
No hay rastro de tu presencia
El rastro de todo lo que alguna vez voló
Ligeramente con el viento sin un final
Universo amarillo sobre una caja
De alguien que sigue durmiendo en el bosque
El vuelo de un ave silencioso en tu mirada
Como si un hilo de aire los uniera
En el fondo de tu primera noche
El retumbar del último latido del mundo.

domingo, 13 de enero de 2013

Viento marino

(Sergio Tavel)

Un día, hace ya muchos años, las personas despertaron una mañana y fueron al río a recoger agua, pero lo encontraron vacío. Fueron al lago más cercano, pero sólo quedaba un gran pozo de tierra seca. De las aldeas más cercanas, oyeron lo mismo. Todos los ríos estaban secos, todos los lagos. Cuando se acercaron al mar, sólo vieron tierra y arena que se extendía en el horizonte. Lo mismo ocurrió en el resto del mundo. Nadie sabe qué fue lo que sucedió. Simplemente, un día en que los vientos soplaron por horas, el agua desapareció.
Desde el día en que los mares se secaron en el mundo, las personas recorren las vastas hondonadas de tierra seca en barcos que flotan en el aire, acariciados por la brisa y los vientos que emergen desde la tierra. Los veleros recorren los ríos, los barcos mercantes surcan los océanos, las personas se zambullen y los peces nadan; todos empujados por aquél soplo de viento que llegó a remplazar al agua.
Nunca supieron por qué pasó, o quizá ya lo olvidaron. Sólo están seguros de algo: Un día, hace ya muchos años, el viento y el agua decidieron cambiar de lugar. Quizá fue aburrimiento o simple curiosidad, nadie puede afirmarlo. Es por eso que, si uno mira a los cielos, verá un enorme océano en las alturas, dónde los pájaros vuelan acariciados por las olas y la bruma. 

lunes, 10 de diciembre de 2012

El Gato


(G. Munckel Alfaro)

Le dicen así porque le gusta jugar. Primero lo ficha al tipo y se queda rondando cerquita de su casa, le hace bromas y lo jode un poquito nomás. Aunque a veces se pasa, a veces de verdad le lastima al tipo cuando hace sus bromas. Es que él no es como nosotros pues. Para nosotros es bien serio que le corte los frenos a su auto del tipo; pero para él no, chiste nomás es, parte de su juego dice. Lo podría matar así; pero es pues un as. Tan bien lo hace, que el tipo no se muere, sólo se pega el susto más jodido de su vida, se caga de miedo; pero sale sanito, o más o menos sano. Cosas como esa sabe hacer y hasta más jodidas. Y así lo puede tener al tipo durante días y hasta meses. Es pues así, le gusta jugar con los tipos como si fueran ratones. Después nomás los mata y se va caminando y relamiéndose sus bigotes, pensando pensando con quién puede jugar más tardecito.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Pucho


(Yvonne Rojas Cáceres)

Antes de salir disparado, sujetando por el cuello a la chaqueta que se resistía encaramada en esa silla, había discutido con el manojo de llaves que jugaba a las escondidas debajo de cualquier libro, indiferente frente a su apuro, a su desesperación. También había triturado furiosamente  el aluminio vacio, solitario, delator, mientras escribía la primera línea del poema derramando café sobre la letra del horror. Se habían terminado.

El montón de basura le hizo la última treta, sujetándole el zapato y provocándole una caída estrepitosa contra el pavimento de la calle desierta. Se sacudió más que colérico de toda la consternación del vicio y sus desechos. La chaqueta reclamó enganchándose a la verja, el manojo de llaves gritó  al fondo del bolsillo de su pantalón. Pero nada de eso lo detuvo. Corrió calle arriba, rogando que la lucecita del letrero estuviera fulgurando aún.

Con el aliento cortado por la prisa que prorrumpió en un suspiro de alivio, se asomó a la contraventana de la cantina, vigilada por la proveedora y su cajita milagrosa. De allí escapaban alaridos de goce y una mala sintonía con olor a ron. Se detuvo y calló, pues la vendedora ya había estirado la mano a su esperanza, con la cajetilla de sus rojos favoritos. De vuelta a casa, bajando la pendiente, se le podía ver envuelto en la humareda. Agradecido, dibujaba circulitos incandescentes que alimentaba con su absorta aspiración.

lunes, 12 de noviembre de 2012

La siesta del fuego


(G. Munckel Alfaro)

La pequeña casa absorbía el fuego como queriendo guardarlo al interior de su corazón de madera. El fuego parecía indomable, pero la pequeña casa lo fue apaciguando y reduciendo de a poco, encerrándolo cada vez más. Pronto las llamas se vieron cómodamente instaladas en el interior de la casa, que brillaba y humeaba de contenta.

Una vez adentro y más tranquilo, el fuego avanzó hacia el escritorio y, tímidamente, saltó sobre la mesa de trabajo. Se dedicó a revolver algunas cenizas, organizándolas y acomodándolas en forma de libros y papeles sueltos. Cuando terminó de ordenar el escritorio, el fuego —notablemente cansado— se dirigió hacia las cenizas restantes, las dispuso en forma de manuscritos, que acarició adormecido. Poco a poco, el fuego se dejó absorber por el sueño y se acomodó al interior del cigarrillo que alguien olvidó apagar.

jueves, 18 de octubre de 2012

Zephyrus

(Sergio Tavel)


Aquel día, como muchos otros, el muchacho decidió meterse por cada puerta, cada resquicio, cada jardín de cada casa en busca de su alma. Caminaba durante largas horas, gritando por ayuda a la gente que pasaba por su lado. Pero nadie le prestaba atención. Las personas caminaban en silencio sin mirarse unas a otras, cubriéndose el rostro ante los gritos de auxilio. Sujetando sus bolsos, sus periódicos y sombreros, como si temieran que aquel niño fuera un ladrón. Luego de correr por cada calle, doblar cada esquina, subirse a cada árbol, rodear a cada animal y persona, se alejaba llorando y gritando.

Sin rendirse, subió a cada montaña, vadeó cada prado, cada maizal. Incluso se acercó a todo aquel que podía encontrar y le zarandeaba la ropa, le revolvía el cabello; pero ellos sólo lo alejaban de un manotazo y seguían su camino sin siquiera mirarlo. Buscó su alma de noche y de día, en desiertos y pantanos, en ciudades y pueblos lejanos. Pero nadie escuchaba su grito. Todos se alborotaban con su presencia. Hubo alguno que se quedó quieto con expresión de paz mientras el revolvía sus bolsillos y le acariciaba el rostro. Cuando se enfadaba, golpeaba el sombrero de algún anciano, arrancaba un papel de las manos de un joven, o un chal del cuello de una mujer, y los pateaba por la calle, tan sólo para llamar su atención. Pero no funcionaba.


Luego de horas e incluso días, se rendía y se iba a dormir, preparado para hacerlo de nuevo en otro momento. Pero, en el fondo, sabe que no es culpa de las personas. Hace muchos siglos que al mundo se le olvidó que existe un alma perdida por ahí, en algún lugar, que en cierta ocasión le perteneció al viento.