martes, 20 de julio de 2010

La Mendiga

(G. Munckel Alfaro)


Su cuerpo yacía inerte en la vereda, mientras el esbozo de sombra que aún proyectaba crecía y se expandía, casi diluyéndose, cubriendo sutilmente parte de la calle. Pronto, la sombra desapareció y el cadáver comenzó a hundirse en el cemento, como si se tratase de líquido espeso.

El grupo de curiosos, reunidos en círculo en torno al cadáver, colmaba la calle con gritos de asombro, oraciones y murmullos. Nunca antes se había visto suceso semejante en las calles de la ciudad. La confundida multitud, aún estupefacta por lo que acontecía, sabía en su interior que todos los presentes habían visto, al menos una vez en la vida, a la difunta anciana que ahora se hacía parte de la calle.

La anciana solía ser vista caminando sin rumbo aparente por las calles del centro de la ciudad. A pesar de su harapienta apariencia, jamás se la había visto pedir limosna. Nadie sabía dónde comía o dormía. Nunca se supo de alguien que hubiese entablado conversación con ella.

Algunas veces se la escuchaba hablando sola durante sus caminatas, murmurando frases ininteligibles, por lo que algunos transeúntes asumían que se trataba de una loca y se hacían a un lado; mientras que otros, más creativos, aseguraban que era una bruja.

Aquellos que la tildaban de bruja, la respetaban y temían. Los rumores contaban que la anciana era tan vieja como la ciudad, que no envejecía y que había sido vista por generaciones. Algunos creían que era sólo un alma en pena; pero otros afirmaban que protegía la ciudad y que, el día de su muerte, algo terrible ocurriría. De todas maneras, no eran más que rumores.

Pero ya no importaba la historia de la vieja. Nadie sabía de dónde salió y nadie supo cómo murió. Aún podía verse parte de su cuerpo sobre la vereda. Poco a poco, la gente comenzó a guardar silencio. El asombro fue cargándose de tristeza y, tras unos minutos, corrieron lágrimas y se oyeron suaves plegarias.

La mañana llegaba a su fin y de la anciana no quedaban más que cabellos a la vista. De pronto, del lugar donde solía reposar el cuerpo, comenzó a brotar un olor desagradable. La acera exhalaba un perfume de carroña que obligó a los curiosos a alejarse rápidamente de la vereda y su olor a muerte.

Ya no quedó nadie cerca para presenciar el nuevo y último suceso: El cemento oscureció y se agrietó, dibujando poco a poco, en una gama increíble de grises, el rostro de la mendiga. La ciudad, que lloraba la pérdida de su fiel caminante, quiso rendirle tributo y le pintó un epitafio.

En vida, había sido una parte importante de la calle, que ahora la reclamaba y la cubría con su manto de asfalto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario