miércoles, 21 de julio de 2010

II

(Sarahi Cardona)


Eran las once de la noche y entró a su departamento empapada de lluvia y sangre. Temblaba y le costaba respirar. No podía dejar de llorar. En la lista sólo quedaba un nombre.

Cerró puertas y ventanas. Empujó los muebles formando una barricada. Sirvió una copa de vino y se metió a la tina. Tal vez el agua le diera tranquilidad.

Se había acostumbrado a la idea de ver morir a las personas desde el día que hizo la lista. Cuando era niña vio un moscardón. Su abuela le había dicho que señalaba la muerte de alguien querido. Al día siguiente, mientras velaban a su abuela, hizo una lista con personas cuya muerte podría interesarle al moscardón. Ella se incluyó al final de la lista.

Hoy era una mujer y estaba demasiado asustada. El miedo la dejaba quieta, reducida, con la cara desfigurada, los pies fríos y un vacío en el estómago. Eran los ojos. Primero el moscardón y después aparecían ellos. Los ojos tenían una mirada que, de por sí, definían a la muerte: eran fríos, seguros e inapelables. Los veía, después la sangre.

El miedo a morir la estaba enloqueciendo. Incapaz de moverse, trataba de no pensar. Más rápido de lo que esperaba, el moscardón volvió. Empezó a llorar. Lloró porque se sentía impotente.

Estaba temblando y se había cansado de llorar. Ahora, lívida, ajena a sí misma, respiró profundo, tomó la copa de vino y la contempló. Ahí estaban los ojos, mirándola.

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